domingo, 23 de septiembre de 2007

Así de sencillo

Porque me gusta la palabra balompié, y seguir escribiendo septiembre. Porque me gusta el sonido de la carraca y el chirriar de las zapatillas en el parqué en un partido de baloncesto. Porque me gustan la travesura y los juegos de mesa. Porque me gusta el olor de la sandía, y la luz del atardecer. Porque me gusta la hierba recién cortada, y echarme la siesta en el sofá. Porque me gusta quedarme quieto, pasmado, mirando a Carlota o mirarla a ella, mientras duerme, mientras ve la tele, mientras ríe, mientras hace la comida. Porque me gusta el sabor de la cerveza fría y el crujir de un plátano frito en un arroz a la cubana con dos huevos.

Porque sí.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Peculiar (V)

El seco olor de la arena se reprodujo en mi memoria. La lengua acartonada por el recuerdo y mis ojos intentando reencontrarse con la realidad. Los abrí como pude. Cegado por la luminosidad de la habitación, comencé a decodificar cada objeto de mi alrededor. Adiviné que la sombra que descansaba sobre la silla era la bolsa donde se encontraban mis utensilios.

Todavía con un escaso porcentaje de visión, me levanté con celeridad, con tanta prisa como temor al desconocido lugar. Cogí la bolsa con mi ropa y corrí. Los mal atados lazos de mi camisón estiraban mi presencia y trataban de amarrarse a las patas de mi cama como brazos estirados tratando de marchar en dirección opuesta a la mía.

Se desataron definitivamente en búsqueda de su objetivo, una meta que no permitiría. Con mi blanco culo al aire, seguí corriendo. Nadie por los pasillos, nadie que me impidiera marchar. Puertas abiertas y yo huyendo de una prisión en la que nadie me retenía.

Salí veloz por la puerta principal del hospital y, sin saber bien hacia donde, seguí corriendo. La luz de la luna daba la bienvenida a mi cuerpo semidesnudo que seguía buscando una escapatoria a no sé bien que temor. Me dejó llevar por el olor a verano de la sandía, por el sonido rebelde de la carraca y, sin saber cómo, llegué a aquella estación de tren.

La 1.26. Allí estaba Lazlo, sereno, esperando a Chihiro. Ella bajó y los dos se fundieron en un abrazo. Yo les miré, recordé sus caras y respiré aliviado. Subí al tren, me puse la ropa que llevaba en la bolsa y lancé al aire el pijama que tan mal me tapaba. Los lazos volvieron a extirarse, como tratando de arañar un cielo puro que era testigo de una nueva fuga y de un nuevo encuentro. El tren marchó y dejó a sus espaldas a Lazlo y Chihiro que ansiaban explorarse en una ciudad desconocida.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Plata con sabor a madera

Son palabras de Marc Gasol que definen la aspereza de un triunfo global que tiene como final una derrota.

Las defensas ganan partidos, los ataques los pierde. Hoy, el Match Point de Woody Allen, al que recurre habitualmente Piti Hurtado en su videoblog se salió.

http://pitihurtado.wordpress.com/2007/04/27/siento-repetirme/

10 minutos de parálisis, de recuerdos de derrotas. Una hora y media de viaje terapia, vehículos aparcados en la puerta de La Torre como cada noche de regreso a casa, falta de sueño a pesar del cansancio extremo. Soy así y no lo puedo evitar. El frío acero nos dejó helados al escupir el dulce sabor del oro. Mañana será otro día.

sábado, 15 de septiembre de 2007

¿Y todavía te atreves a preguntarme por qué me gusta el baloncesto?

I love this game. Grande España, grande Navarro, enorme CALDERÓN

Como tomarte 30 cafés seguidos. Como lanzarte de un puente de 20 metros con una cuerda de 17. Excitante pero peligroso. Así es un final apretado de baloncesto, así es una semifinal, en la que te encuentras a un señor elegante, que manda sobre la pista, siempre erguido, pidiendo cabeza e inteligencia cuando estás a 20 segundos de hacer historia en el deporte. Así es José Manuel Calderón, un joven humildde de Villanueva de la Serena que deslumbra al mundo.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Conduje en dirección a la luz, guiado por las melodías que me indicaban un nuevo camino, un hallazgo que imaginaba completamente distinto a la monotonía con la que me topé a la entrada a tan aburrido lugar. Ante mí, una plaza de toros y, tan solo, una luz. Un fuerte foco brillaba sobre el graderío del coso, aquel que –adiviné, supuse- tanta sangre de res había iluminado.

Varios vehículos se encontraban estacionados en aparente desorden, al albedrío de conductores tranquilos, despreocupados por amplitud de espacios de un descampado llano, limpio, bien cuidado.

Aliviado por la aparente normalidad, dejé mi coche, no sin antes cerciorarme –por dos o tres veces- de haber cerrado mi humilde utilitario, de haber apagado sus luces (aún a sabiendas de que el chirriante pitido que me alerta en caso de olvido no había sonado) y haber asegurado su quietud para los minutos, horas o días que pudiera estar aparcado frente al templo de las ofrendas y sacrificios a la cultura y el arte español.

Con paso lento, cabizbajo –asegurándome de la idoneidad del terreno- caminé hacia el coso. Con paso firme entré –por la puerta grande- directo al tendido, donde el viento reinante en el exterior no tenía permiso para acceder y donde la música conquistaba una arena impoluta que jamás hubo pisado un toro. Ni un toro ni, aparentemente, ningún otro animal.

Las melodías –festivas, propias de verbenas populares o de cualquier sábado noche- eran dirigidas al viento, el cual, desde el exterior y ante su prohibición de entrar en el virgen recinto, las condujo hacia mí, quizá con la intención de que alguien más cercano a su divina presencia pudiera perpetrar y profanar el –a simple vista- vacío lugar.

Música en búsqueda de oídos agradecidos, un escenario necesitado de zapatos que hicieran crujir sus débiles viejas maderas, micrófonos deseosos de que un desconocido (o afamado) artista le dedique al oído sus nuevas letras, una barra ansiada de sufrir sobre sí los golpes de atención de un bebedor compulsivo que busca el coraje suficiente para abrazar esos pechos que la noche anterior besó con unos labios sabor a whisky barato. Whisky, apoyado en cajas, expectante, impaciente porque unas manos –hoy ásperas- de mujer abriguen su cuerpo vidrioso, destapen sus esencias y le liberen para, en un salto inesperado, acabar en los labios de la guapa muchacha de pechos exuberantes que, sin saber porqué, no ha venido esta noche. Objetos esperanzados por encontrar sus –otras veces- inevitables destinos y que, esta noche, miran atónitos la soledad de una plaza que anhela el batir de palmas, los pañuelos blancos agitándose al sol y el ruido de caballos galopando en círculos, y que celebra, con algarabía, en su propio regocijo, la ausencia de muertes, la falta de sangre fría y el no ver verter sobre su tierra sangre caliente.

Un festín al que, inesperadamente, fui invitado, atraído por el despiste, ahuyentado por la lluvia, conducido por la luz que tal acontecimiento expande e irradia. Mi mirada se perdió entonces entre la alegría y el alborozo de una plaza –aparentemente- vacía. Mis oídos se abrieron al sonido de la fiesta, a los gritos que durante el último gran acontecimiento, el círculo taurino había secuestrado, encerrado y capturado entre sus muros, bajo sus gradas, tras sus barrotes. La vida de un pueblo, estancada en un último día de fiesta. La ausencia de gente, la multitud de almas, de cánticos, de jarras, de brindis, de miradas ¿miradas? Miradas lejanas, ocultas, móviles, atentas y silenciosas que se escondían tras gruesos barrotes más oscuros que a mi llegada. Realidad o ficción, secuestro de imágenes, instantáneas de un lugar caprichoso, egoísta, que quiere para sí la eternidad de unos pocos días de jolgorio.

Niñas de 40 años que han perdido su infancia. Sus cuerpos ocultos, sepultados en la tenebrosidad de unos pasillos pestilentes a orín, apestados de heces con amargo aroma a temor. Sus rodillas, temblorosas, se refugian en la oscuridad permisiva de bombillas fundidas, único elemento que ha escapado de las garras egocéntricas, posesivas de un ruedo ansioso de fiestas, de una arena que jamás creará castillos.

Teces blancas, miradas ausentes, preocupadas por la llegada de un nuevo invitado a esta estruendosa y funesta celebración. Tormenta de imágenes sobre mi cabeza, lluvia de sonidos, gritos, chillidos en mis oídos, el baile de Mr Blonde -con traje de torero- antes de cortarle la oreja al último astado bizco, todas se enfrentaban en mi cabeza. Una sensación de angustia, leve mareo y la arena, por una vez, que siente sobre sí un cuerpo yacer, aunque sin sangre en sus espaldas.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Peculiar (y ya van tres)

Ante mí, paulatinamente, la oscuridad que los tenebrosos arbustos de mi alrededor proporcionaban fue desapareciendo, el olor de humedad del interior del vehículo y la ausencia de visibilidad por las frías gotas gruesas de agua dejaron paso a frescor aroma a hierba recién cortada y a una claridad que por un instante creí perenne, siempre presente, aportada por una luna jocosa, sonriente, gordita que se había abierto hueco entre los nubarrones que durante horas y horas descargaron sus iras, abofetearon mi error y se desprendieron de rabias contenidas durante años de soledad contra el cristal de mi auto.

Todo aquello que me conducía hacia un lugar desapacible desapareció y ante mí se mostró un paraje espléndido, de llanuras verdes, jardines sólo recreados y vistos por la mente de un director de pelos alborotados que un día soñó con las afiladas manos de un joven apartado por la sociedad. Urbanizaciones estilísticas, prediseñadas y simétricamente plasmadas sobre el terreno, hogares de amplio colorido, ampliado por juguetes infantiles postrados sobre la hierba. Montañas cercanas en el horizonte, cubiertas de nieve con sabor a esperanza y a bienes, un blanco reluciente en una noche divina, escondida en medio de la más absoluta oscuridad.

La calzada se tornó a lisa, un ancho carril bien asfaltado me arrastró, con atónita mirada, hacia la entrada de un municipio por descubrir que, ya desde su sonriente cartel de bienvenida me producía un inquietante estado de angustia y ansiedad, de monotonía.

La ausencia de vehículos en las calles (anchas), la falta de vida, de diálogos, de sombras por las bien iluminadas aceras hacían sentirme forastero, extraño, ausente en un lugar donde únicamente estaba yo.

Conduje.

Despacio, prudente, atento a cualquier movimiento, a cualquier circunstancia, a cualquier espacio, lugar, objeto, persona o cosa conocida que me aportara seguridad, que me ayudara a ubicar mi situación en un avance hacia ninguna parte, en un ir hacia delante, dejando atrás lo mismo que aprecio ante mis ojos. Monotonía. Desesperación. Calles paralelas de idéntica imagen, los mismos colores robados a la primavera de la que salí, alienados, organizados, secuestrados de su habitual creatividad.

Cuando la desilusión y el tono grisáceo del cielo que me acompañó en mi viaje parecían instaurarse, alojarse en mis prendas, en mi rostro, una fuerte luz y una música estridente me sorprendieron, provenientes de una vía perpendicular a la central (cada vez tengo menos claro si principal) por la que circulaba. Frené y me dejé llevar por la luz y sus cantos.
Por un momento, olvidé todo aquello que me esperaba, todo aquello que había preparado a mi llegada a lugar deseado. La música, las luces, lo desconocido atraparon mi atención como lo hace una mirada tímida, una sonrisa efímera que te golpea en el pecho durante una noche borrosa y te acelera el corazón. Las notas de una guitarra, una voz que susurraba, los colores de lámparas como sirenas en movimiento conquistaron mis 5 sentidos y me sedujeron, sin permitirme recordar que en otro lugar del mapa, no muy lejano, no muy distante a este, me esperaban.

(otro día más)

martes, 4 de septiembre de 2007

Peculiar (II)

(... continuación -o inicio-)

Tras conducir durante varias horas por una carretera nacional de interminables (en el espacio y en el tiempo) obras, la confusión de las señales, la escasa iluminación de la vía y la fuerte lluvia que caía en tan desapacible noche, precipitaron mi salida de dicha calzada, cogiendo la primera y no, como me indicaba el mal plegado mapa, la segunda desviación hacia la derecha. El bache que noté nada más incorporarme a la nueva carretera fue una advertencia de mi error, de lo que me esperaba. No obstante, tras 3 horas de limpiaparabrisas y señales amarillas, cualquier desperfecto del terreno, cualquier agujero o bache en la calzada pasaban desapercibidos y no se atendían como consejos o posibles llamadas de atención para recuperar la ruta perdida, desechada.

Aunque no tendría porqué ser así, la ausencia total de señales verticales en los laterales de lo que parecía ser una antigua carretera comarcal (camino), despertó en mí la duda sobre el acierto de mi decisión de perder de vista cuanto antes las provisionales glorietas que un día regularán los accesos a una autovía.

“Todo recto, no tiene pérdida”, fueron las últimas indicaciones que escuché por mi teléfono móvil, antes de arrancar mi vehículo, al preguntar por como llegar al lugar deseado (no importa ahora, pues el protagonismo lo gana el lugar encontrado) una vez abandonada la vía principal.

Las numerosas, cerradas y endiabladas curvas, la oscuridad, la lejanía, la austera, caduca y rancia apariencia de la vegetación no coincidían con la idea preconcebida del lugar al que acudía –o debía acudir- y me preparaban para una situación desconocida y poco apetecible, vuelvo a repetir, para un forastero (y poco amante de las aventuras) como era yo. Para terminar de enredar el enredo, para crear un mayor clima de tensión, desorientación y falta de recursos, la radio sólo era capaz de sintonizar Milenio 3. Ni que decir tiene, que en tal situación de desamparo, la música parecía mejor compañera.

Vista cansada, párpados revoltosos, pestañas tirando de ellos y voz quebrada tratando de tatarear, para mantenerme despierto y atento ante los peligros de una carretera (camino) cada vez más atroz, estrecha y embarrada, las melodías que –creo de forma desacertada- elegí esa noche para comenzar a memorizar.

Los kilómetros iban pasando, el número de mi cuentakilómetros suplía la tarea del pluviómetro y contaba las gotas de lluvia por segundo que golpeaban, con fuerza, con furia, como repeliendo mi presencia, la luna de mi vehículo. Sin la posibilidad de poder cambiar de sentido, y con la obcecación de “algún desvío habrá” para no dar la vuelta en tan desaconsejable camino (de cabras) continué huyendo hacia delante, sin que el destino, la fe, la compasión de un ser supremo pusiera ante mí un puente de plata que me llevara a donde me esperaban y no hacia donde me recibirían.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Peculiar (I)

Sin duda, el municipio –pueblo, a partir de ahora, si me permiten- en el que me desperté en aquella soleada, fresca y harmoniosa mañana, era peculiar. Sus gentes, agradables hasta confundir, con aquellas sonrisas divinas que me sacudían el cuerpo, eran peculiares, tanto que algunos pudieran llegar a pensar que vivieran en zapatos –por lo menos por una temporada-.

No era así, pues sus domicilios, viviendas de grandes dormitorios, luminosas habitaciones y salones espaciosos, podían compararse –más bien, si de buscar parentescos con algún calzado se tratara- con una bota, quizá, por aquello de los ascendentes italianos de este singular lugar.

Sin duda algo había en aquel pueblo que, lejos de sorprenderme, me estremecía. Algo especial, extraño, confuso. Algo, entre lo ideal, lo utópico, lo paranormal, que me transmitía intranquilidad, inseguridad, temor y terror, a la par que un no menos raro fervor por lo divisado. Sensación peculiar, tanto como el pueblo, jamás vivida y de imposible comparación, por muy gustoso y amante de los símiles y las metáforas que uno sea.

Lo primero que llamó mi atención –y bien digo mi atención, ya que los sucesos sólo eran extraños para los forasteros como yo- fue descubrir como las heces de los perros –blancas, heces todas blancas- eran retiradas rápidamente de las impolutas y anchas aceras color salmón que, de forma simétrica, dibujaban en el suelo armoniosas siluetas que se enredaban con los frondosos árboles nacientes en los verdes jardines de los laterales. Una imagen celestial, divina, que lejos de producirme placer o admiración, secuestró mi imaginación y mi seguridad, llenándome de una confusa sensación de incertidumbre, perplejidad, a la que acompañó, nuevamente, un mareo, quizá propiciado por la inseguridad y vergüenza que da apreciar mi poluta faz reflejada en tan cristalino piso.

Digo nuevamente porque la causa de despertarme en este siniestro (a la izquierda en el camino) pueblo provino de un mareo, un desvanecimiento que más tarde, si puedo, si recuerdo, pasaré a contar.

Tras este nuevo síncope, que no llegó a mayores por la rápida actuación de los agentes del municipio y la veloz atención de los servicios médicos móviles, desperté -algo desorientado- en un limpio, reluciente hospital de olor a marsella.

Una iluminación fría e irritante que impactaba en mis pupilas fue lo primero que pude percibir desde mi mullida camilla. Ante un haz tan incómodo como acogedor, sugestivo e intimidador, mi piel se mostró protectora, a la defensiva. Pelos erizados y la epidermis en pie, empleando mi bello cual lanza, tratando de alejarme y preservarme, no sé bien de qué .

Las paredes, blancas, albergaban bellas composiciones abstractas, lienzos de los pintores vanguardistas más reconocidos entre los que, de vez en cuando, de forma aparentemente aleatoria, pero cuidadosamente meditada, aparecía la obra de un niño (o niña) que pasó parte de su infancia (puede que una semana) en una habitación de este centro sanitario, curándose y recuperándose de su inoportuna apendicitis, aquella que le impidió participar en la obra del colegio, esa obra tras la que esperaba dar, con tan solo 7 años, un beso -casto, en los labios pero de un eterno segundo de duración, pues no lo entendía de otra forma- a esa muchacha adorada, admirada en silencio durante los 7 meses de curso anteriores a su efímera, tanto como su amor, enfermedad.

Tras contemplar la alternancia de las obras de Kandiski, Gris, Klee o Picasso con las genialidades de los Toñete, Jessi, Rober o Miri, mi atención se desvió hacia el cuerpo de una hacendosa enfermera.

Con gesto agradable, una sonrisa complaciente y una mirada de ilusión, aquella mujer –calculo de unos 50 años- conquistaba –como en su cercana juventud, en aquellas noches de pubs y discotecas, de rumbas y reggeatton- con los susurros de su voz aterciopelada a un niño que trataba de seguir con su mirada los divertidos y rápidos juegos de mano de la señora en cuestión.

Fue entonces cuando caí en la cuenta. Su sonrisa agradable, su arte para engañar al chaval, compartido con la sabiduría suficiente para dejarse descubrir, con el fin (y objetivo logrado) de despertar en él una sonrisa de vencedor, pasaron inadvertidos para mí en ese momento.

Fue el silencio, el atronador silencio, el que llenó mis oídos. Celadores empujando sillas cuyas ruedas se deslizaban con velocidad y sin obstáculos ni chirríos por un suelo limpio, inmaculado, antiadherente, que cabría decir. Auxiliares que acompañaban a las enfermeras, charlando jocosas, sonrientes, pero discretas, disfrutando de forma cálida, sin que se les apreciara, entendiera, oyera o se les pudiera adivinar lo que conversaban. Médicos con sus enfermos, atentos, diligentes, pacientes. Pacientes silenciosos, disciplentes, educados, esperando –no mucho tiempo- resultados, conversando con familiares en voz baja, como si les preocupara –o no quisieran- que sus vecinos de box oyeran sus inquietudes. Silencio de libro, que no de biblioteca. Silencio como el de aquella tarde de domingo, calurosa, pesada como mil resacas en la que el teléfono esperaba un perdón, en el que la lágrima caía a una copa vaciada en los senos de una mala camarera que sonrío en tu ausencia.

Asombroso momento para mí que se irrumpió con un grito en mi cabeza, un chirriar de mi cerebro que se convulsionaba ante tal situación de paz, tranquilidad y armonía que me volvía a adormecer (en esta ocasión, sin mareo) sino por el sosiego de mi alrededor (y puede que por algún medicamento).

Cuando quise despertar, una enfermera, tímida por lo que pude adivinar de su mirada, aparentemente apagada, como triste, pero con un pequeño brillo en sus verdes ojos que me ratificaba en la idea de timidez, retiraba de mi habitáculo una pequeña bolsa en la que anteriormente había depositado mis utensilios. Su sonrisa, uniforme, como los trajes que vestían, como todas las de la sala, lejos de aportarme seguridad, me restó confianza, si bien, mi reacción fue nula, pues los medicamentos que tras su diagnóstico el médico indicó que me pusieran causaban un efecto adormecedor que me devolvieron al que parecía ya mi estado natural, en el que mis párpados chocaban, produciendo el único ruido que llenaba de alguna manera aquel ensordecedor y por momentos doloroso silencio.


Durante este nuevo sueño –en el que un celador me trasladó, sin darme la oportunidad de analizar los utensilios del lugar, de mi box de urgencias hasta una habitación (sobra decir que individual)- fue cuando recordé –o imaginé- como se produjo mi primer desmayo, pocas horas después de llegar al dichoso pueblo de perfección similar a la de la construcción mental de una primera vez-

(Continuará... o no)

sábado, 1 de septiembre de 2007

El futuro de un relato pasado

http://josemanueldiez.blogspot.com/2007/08/el-agente-positivo.html

-Oye, ¿para qué sirve ese ordenador de ahí?

- ¿Cuál?

- Ese. El que siempre está apagado en el almacén, cubierto de polvo y de papeles .

- Es la "máquina de la felicidad". Estaba diseñada para encontrar el "agente positivo", detectar a gente completamente feliz.

- ¿Gente feliz? ¿Y alguien de por aquí era completamente feliz?

- No. Se hicieron varios análisis al principio pero la máquina no encontraba el llamado agente positivo. Sin embargo, tampoco nos daba muestras suficientes o concluyentes sobre la infelicidad de estas personas o la no completa felicidad, por lo que trató de perfeccionarse para que diera datos sobre dichos motivos.

- ¿Y qué ocurrió? ¿Se encontró al hombre feliz?

- No. La máquina ofreció datos en los que demostraba infelicidades por incongruencias que, en un primer momento, se estimaron innatas al ser humano. Se realizaron estudios en distintas capas de la sociedad, a diferentes tipos de clases sociales y siempre había algún factor que impedía la felicidad plena. Hipotecas, intereses, envidias, exceso de estrés, ausencia de vida familiar. Siempre había algún detalle, algún deseo, alguna aspiración que -aunque su vida fuera satisfactoria a todas luces- derivaba en una felicidad incompleta.

- ¿Pero habría alguien que sería más feliz que otras personas?

- La máquina no medía la felicidad, sólo detectaba el agente positivo o felicidad plena.

- ¿Entonces no se encontró a nadie feliz?

- Bueno, sí. Tras muchos estudios en la moderna sociedad occidental, tras muchos fracasos en búsqueda de la felicidad, uno de los científicos encargados del aparato decidió probar con gente de países subdesarrollado, aunque los resultados no son de fiar.

- ¿Qué ocurrió?

- Dicen que pudo ser las altas temperaturas que afectaron al sistema, o los síntomas de pobreza de la población, que pudieron conllevar a un descenso en los niveles generales de felicidad estipulados por la máquina. La historia se cuenta como una leyenda, pero lo cierto y la teoría más difundida es que tras varios experimentos realizados en una de las zonas de población más pobres del Sahara occidental, 5 de cada 6 personas analizadas gozaban del "agente positivo". Tras estos estudios, se decidió acabar con proyecto, aparcar la máquina y no publicar unos resultados insatisfactorios, poco concluyentes y, posiblemente, equivocados.