jueves, 25 de marzo de 2021

"La escritura, al igual que el bisturí, cicatriza las heridas en el mismo instante de abrirlas".

 No sé qué decir, no sé cómo empezar, no me sé explicar.

Me duele la cabeza. Todos los días, a todas horas. Hoy estoy bien. Moderadamente bien. Hemos dormido poco pero me he levantado alegre, sin problemas para sonreír. Ayer no fue así. Ayer sólo quería tener la cabeza debajo de la sábana y no salir. Son demasiados días los que paso así. 

No lo sé explicar, es difícil. Me siento mal, tremendamente mal. A veces, todo va muy rápido, el corazón y la respiración se me aceleran y quiero llorar. Necesito llorar. La mayoría de las veces no me apetece hablar. Salir a la calle es un ejercicio de sadismo, encontrarme con gente, tener que saludar... Quiero estar en casa. Y ya. 

Hay días que me encuentro bien y entonces me pregunto por qué no ir a trabajar. Hay otros días en los que pienso que jamás seré capaz de volver a sentarme delante de un micrófono, que jamás podré hacer una vida normal. Pero la vida normal te empuja, te arrastra, te obliga. La enfermedad no existe, es invisible.

Si tienes 39 de fiebre, estás en cama. Nadie espera nada de ti, nadie espera que salgas, que te apetezca hablar, hacer la compra, ir a la puerta del colegio. Si tienes 39 de fiebre, los ojos rojos de tanta mucosidad, la enfermedad se ve a la legua. Pero no. Aquí no hay fiebre, ni síntomas. Si acaso, un tipo un tanto rancio que antes sonreía más a menudo, que antes hablaba más. Pero por lo demás, todo es normal y, aunque necesitas estar igual que si tuvieras 39 de fiebre, esa posibilidad no existe. Y te estalla la cabeza. No hay día que no me duela la cabeza. No recuerdo cuando fue la última vez que no me dolió la cabeza, o que dormí bien, que no tuve sueños raros que me despertaban cada 20 minutos. A lo mejor un día me duermo a las diez... Y hay tres que soy incapaz de conciliar el sueño. Y da igual. Mañana será igual.

Hay días que sólo estoy callado, otros que son Candela, Mario y Mateo quienes me levantan, otros en los que no me apetece ni escucharles preguntar. Hay momentos en los que necesito cerrar los ojos, desaparecer. Pienso demasiado en desaparecer. Y me agobia pensar que tampoco me pasa nada, que no tengo problemas, que no hay nada realmente grave que me haga tener esta tristeza, esta desesperación, esa angustia y ansiedad. Me acuesto con Mateo y aprecio la paz y la felicidad. Me da un beso Mario, tan sincero, y sé que lo tengo todo, me abrazo a Candela en su cama, me apretuja para que no me vaya, y puedo sentir y volar; enredo mis pies con los de Patricia y siento todo el calor del sol... Pero desaparece, se desvanece. Y no sé por qué. Y no sé cómo. 

Me duele la cabeza. Me siento vacío, inútil, desconectado de un mundo que ni entiendo ni me entiende. Estoy lejos de todo. Hace tiempo que desaparecí. No sé desde cuándo estoy así, cuando lo tuve que parar, si lo pude parar antes, cuántos errores cometí. Creo en mí. Sé hacer cosas. Soy inteligente. Trabajo bien. Pero nada de lo que hago, de lo que pienso, de lo que construyo tiene valor. Nada. No es una sensación, es una realidad constatable en mi día a día. Todo lo que me interesa no tiene valor. Quizá lo tuvo, puede que algún día lo tenga... Pero ahora no tiene ningún valor. Valgo para muchas cosas pero todo para lo que valgo, no vale para nada.

Sería 2014 cuando me sentí así por primera vez, cuando empecé a notar que ya no sonreía tanto, que no hacía bromas, que mi vida "poco a poco, se va llenando de esos días tristes grises y opacos que uno omite en su biografía". La primera sensación de ansiedad, de querer parar el coche y no circular más. De quedarme quieto, de no poder más. Hablé con Laura y, de alguna manera, pusimos una ligera solución. No fue perfecta, pero me sentía mejor. En 2018 todo estalló. Todo lo acumulado, explotó. 

Ilusión, ideas, proyectos, cambiar la radio, el deporte y el mundo. Y el apoyo de una buena periodista y amiga. Pero no bastó. No quiero entrar en detalles, en qué pasó, en las hipocresías, las trampas y las traiciones, en la virulencia que explota cuando otras ideas tocan algo de poder, cuando cambiar el status quo empieza a mostrarse como una posibilidad real. Pero me sentí solo. Decir sólo es ser tremendamente injusto con Charo, pero ella lo sabe: me sentía solo. Todo lo que quería(mos), todo lo que pretendía(mos), todo lo que intentaba(mos) sólo lo creía yo (y ella). Fernando no tiene la culpa, aunque a veces le odié, pero había tantas cosas en común y tantas ganas que olvidé las diferencias y eso me hizo sentir solo en mi batalla (por mucha amistad que hubiera y haya) cuando más débil estaba. Supe entonces que mi sueño de hacer una radio deportiva feminista era imposible, una utopía y que lo tenía que dejar. Básicamente, supe que no nos iban a dejar (y así fue). Un año de luchas para tratar el fútbol femenino y masculino igual, para dar más deportes sin importancia del género. Aún así, cedimos, se nos impidió dar partidos que queríamos y podíamos dar, se nos prohibió dar la final de Copa de la Reina en el Romano (con una extremeña en la final) a la que acudieron más de 10000 personas (no interesa). Sabía que lo poco que habíamos conseguido cambiar al año siguiente se iba a frenar. Engordé 10 kilos, tenía constantes cambios de humor, discutía continuamente en casa, estaba irascible, me dolía la cabeza... Y paré. Decidí parar, tomar las riendas yo y parar y hacer lo que siempre quise hacer: estar en casa, cuidar de mi familia, acercarme a quien me cuida y alejarme de quien me daña. Quise hacerlo antes y aposté por algo que no nos dejaron culminar. Lo decidí entonces. No sé si fue lo correcto o si fui un idiota.

En mayo, estallé, viviendo uno de los peores días que recuerdo de mi vida, en la presentación del libro de mi amigo José. Fue horrible. Ansiedad, pánico escénico, no me salían las palabras, no sabía donde mirar. Y hoy no he sido capaz de superarlo. En junio fui al médico, no quiso ir antes por si me daban la baja. Quería terminar la temporada, quería terminar un año del que me siento especialmente orgulloso en lo laboral por todo lo distinto que pudimos aportar (con lo mucho que quedaba por cambiar...).

Fui al médico en junio. Consulta rápida, medicación de 4 meses y 0 atención a un grave problema de estrés y ansiedad vinculado al trabajo y a las relaciones laborales. En medio, ya todo empezaba a cambiar. A veces pienso que tenía que haber seguido. Currar hasta explotar. Pero me veía y sabía que tenía que parar y los riesgos eran llegar a una situación desconocida. Y, al final y al cabo, siempre quise estar un año en casa y poder cuidar a la familia (y dejarme cuidar) de la que tanto tiempo he estado alejado.

Poca gente lo sabe pero tomé una decisión, creo, generosa. Di un paso al lado, renuncié a mi salario cuando ya estaba enfermo y esperé un año para volver en otra situación, ocupando otro lugar en el que no tomar decisiones con las que no estaba de acuerdo y que erosionaban y lesionaban todo lo que creo. Negativas constantes a dar fútbol femenino, nos impidieron dar el derby de Liga Reto... Pero si hubieran jugado el 8M, se hubiera dado. Y esa es la punta del iceberg.

Y, desde entonces, nada ha ido a mejor. El año de excedencia lo camufló todo, pero la vuelta al trabajo ha ido acumulando tensiones, enfrentamientos, contradicciones y agrandando mi sensación de vacío, soledad y escaso valor ¿para qué sirve lo que hago si nadie da valor a lo que yo valgo? Y que no me cuenten milongas... Me siento absolutamente desubicado y fuera de lugar. 

Llegó la pandemia. Trabajé en casa más de lo que había trabajado en la delegación. Hice piezas, reportajes, hablé con deportistas que me insuflaban ánimos y energía, que me hacían creer en lo que trabajo... Pero no tenía valor. El valor sólo se lo daba yo (y algunos pocos más). Trabajar solo, en una habitación, sin medios, sin comunicación, sin una sola palabra de respeto (más bien, lo contrario), sin las horas de descanso necesarias.

Y hoy soy incapaz de hacer muchas cosas. No soy capaz de editar, de tomar decisiones. Me aterra la idea de tener que preparar un programa, de tener que seleccionar una serie de temas, de volver a contraponer mis ideas con lo práctico y habitual, del sacrificio de no tener medios para llevar a cabo todo lo que me vuela por la cabeza. Hoy tengo miedo a que se repita lo de aquel mes de mayo, a que las palabras no salgan, a balbucear, a querer meterme bajo la sábana cuando me toque hablar. Hoy temo dar mi opinión (aunque la dé constantemente), siento un vértigo enorme cada vez que tengo que tener una conversación, he reducido los temas por mera necesidad, por confort. 

Han sido muchos los días en los que viajaba llorando, queriendo parar y quedarme en mitad del camino. Y no ir. Ni siquiera volver. Es difícil de explicar.

Me duele la cabeza. Mañana hace dos meses que estoy de baja y no veo el final. Hace 3 que me medico y no noto mejora real. Los últimos 10 días han sido una pesadilla. No sé para lo que valgo, no sé lo que soy. Me gustaría dejarlo todo y volver a empezar. No quiero renunciar a hacer lo sé que hago bien. No sé por qué me siento tan mal si tengo una vida cómoda, una familia maravillosa. Quiero volver a trabajar. No sé si algún día podré volver a trabajar. He pensado en cosas que me da miedo confesar.

Tengo ganas de llorar. De quedarme en la cama y llorar. Que nadie me vea, que nadie me toque, que nadie lo note. Necesito gritar que no puedo más y que abracen fuerte, y que todo cambie. 

Escribo porque no lo sé hablar. Y como decía Juan José Millás "la escritura, al igual que el bisturí, cicatriza las heridas en el mismo instante de abrirlas".