lunes, 30 de agosto de 2021

Caminando.

Encontrarte bien, aunque algo decaído. No tener miedo a salir. Disfrutar jugando. Descargar tus penas en unas cuantos párrafos, aprender a respirar, a convivir con la ansiedad constante, con la agorafobia. Poner límites y respetarte. Volver a pasear, contemplar el atardecer sobre el Ambroz desde las alturas de Valcorchero, encontrar las palabras exactas, las canciones que te acompañan, la paz que parecía perdida, incluso algo del sueño escondido entre pesadillas constantes e inquietud. Buscar ese botón que apague tu cerebro, tus ideas por algún instante, sentarte a la sombra en un cancho y mirar la nada, o un perro vagando. Que el viento te golpeé y te despierte. Creer que el camino está hecho, sólo falta cruzarlo. La impaciencia de volver. La necesidad de más tiempo, de caricias, de abrazos, de confianza, de equilibrio.

Lo que tú quieres, lo que yo necesito. Lo que tú buscas, lo que yo tengo.

El miedo a que todo estalle, a desmoronarme, a lo que no controlo, a lo que implosiona en mi mente. 

Hoy no me apetece escribir. Quizá mañana. 

domingo, 29 de agosto de 2021

29 de agosto.

 Llevo dos días sin escribir, llevo dos días sin las rutinas necesarias. Y llevo dos días que voy pagando poco a poco. Los dolores de piernas se intensifican y las dificultades para dormir crecen. Las noches son largas y los días, inmensos.

Despierto y activo desde las 8.30hs, sigue enfrascándome en discusiones y debates que no llevan a ningún lado, cuya repercusión es mínima para una población autoconvencida, que no quiere escuchar versiones, que sólo quiere complacencias. Me puede. Me puede ver que hay cuestiones que tienen sencilla solución o, por lo menos, honradas alternativas y que, sin embargo, eso no ocurre. Me puede. Me puede ver cómo se muere mi trabajo y mi medio, como decae mi región, de nuevo abrazada a la necesidad del turismo y a las más altas cifras de IA y de muertes en residencias. Me duele la falsedad, la hipocresía, el silencio y la complicidad. Me puede la arrogancia, la falta de interés, la autocomplacencia y los complejos. No somos una región acomplejada, pero nos dirigen siempre desde un complejo de inferioridad cuyo objetivo está siempre en la comparación constante y en la necesidad de aprobación. 

Estoy triste. Miro por la ventana con tristeza. Oigo las noticias, observo las redes y esa sensación se recrudece. La falta de voluntad de hacer mejor las cosas que se pueden hacer mejor me arrastra. Y me cuesta salir de ese círculo constante, de que mi cabeza no rumie, no pare en ningún instante, no se conforme o, al menos, no se altere. Por otro lado, no quiero dejar de hacerlo, no quiero dejar de señalar las incoherencias y las decisiones que nos abocan a un mundo evidentemente peor en el que nos quieren convencer que el ecologismo es hacer autovías, la llegada del AVE o cambiar árboles por placas solares.

Ayer vi pastando a un grupo de cervatillos en una dehesa que, a pocos menos, se convertía en un mar de placas. 

Eso me duele. Me duele no poder contarlo, me duele que mi altavoz sólo sea un minúsculo espacio y que todo pase sin que parezca que pasa nada, ante el tedio y el aburrimiento, ante informaciones de consumo rápido y digestión ligera.

Los dos últimos días han sido de crisis constantes que disimular o soportar. En el cumpleaños de Alejandro, ayer en la piscina con Antonio. Los pasos que voy dando me siguen recordando que tengo que frenar, que no soy capaz. Ahora, soy capaz de hacer menos cosas que hace un mes. Es así. Y así me cuesta encontrar el día bueno para darme consejos cuando tenga un día malo. Pero aún así, me sigo abrazando a las posibilidades de salir y no quedarme encerrado en mi oscuro mundo. 

Sí me sirve de terapia psicoanalizar a amistades que veo en similar situación, pero me cuesta llamar, intentar que se abran y poder ayudar. Porque en esta enfermedad es muy difícil reconocer lo que te pasa, te acostumbras a la tristeza, a aborrecer, es un descenso paulatino a los infiernos que prácticamente no percibes, es la muerte de la rana en la bañera, tranquila al entrar e inconsciente de cómo va subiendo la temperatura. 

Me gustaría tener fuerzas y llamar. Llamar y hablar. Hablar y preguntar. Me gustaría saber qué le pasa por la cabeza, que sepa distinguir qué es eso que se ha roto y que no tiene nada que ver con lo que ella piensa. Que sepa que esta enfermedad te llega sin darte cuenta y convives con ella sin saber que está, que sepa que lo arrastra y devora todo, que consume lo que hay a tu alrededor y lo pinta de un falso negro que sólo es percepción. Hay mucho negro en la vida, pero hay un pensamiento realista en el que también pensar.

Me gustaría que perdiera el miedo, que ganara la confianza que tiene enterrada y que la impide salir, ser feliz y valerse por si mismo. Me gustaría decirle que su vida no era así y que no tiene por qué ser así. No es que tenga motivos para ser feliz, es que no ha sabido ver que no hay motivo para ser infeliz y a eso hay que ponerle solución. Parar, respirar, tomar decisiones. Pero eso da miedo y cuanto más paralizado estás, más sube la temperatura en la bañera sin que la rana lo perciba. Y el peligro está ahí, quedarte flotando como cuerpo inerte, incapaz ya de saltar. Cuanto más caliente esté el agua, más difícil será salir de ella, en peores condiciones estará. Y ese fue mi gran error, creer que el agua seguía a la misma temperatura y que todo era normal y que, simplemente, yo estaba cambiando. Me estaban cambiando, me estaban haciendo daño y me está costando horrores cerrar heridas, volver a indignarme y ser el mismo tipo crítico y protestón pero sin que eso llene de tristeza y apatía mis días ante la sensación de no ser nada. 

Al menos, me quedan las conversaciones, la sinceridad de buenos amigos, la pelea de Patricia, los abrazos de Candela, que sabe ver mi cara temblorosa cuando mi vista se cierra y los oídos colapsan.

jueves, 26 de agosto de 2021

Un día bueno. O, por lo menos, no ha sido un mal día.

 Estoy de mal humor. Me enfado enseguida. Contesto mal, grito, agarro. A veces siento ira. Me enfada mucho oír ladrar a Phoebe, las provocaciones de Mario, las rabietas de Mateo. Me cuesta interesarme por lo que me quiere contar Candela. Me alejo. Juego sin ganas, sin ánimo. Me siento a ver la serie con Patricia esperando que ese momento nunca acabe, que sigamos ahí, sentados, viendo la tele, sin que nada pase, sin que nada surja. Es el estado perfecto. Quería ir a la piscina pero lo he propuesto tarde, entre otras cosas porque me dolían las rodillas y los gemelos. Es un dolor que me acompaña ya como la cefalea. 

Estoy sudado. No me apetece abrazar a nadie. Sólo estar ausente, mirando una pantalla, gritando mis odios al mundo, llorando sin derramar una lágrima. Íbamos a ir al parque y al final no hemos ido. Y me apetecía. No sé qué será mañana. Tenemos el cumpleaños de Alejandro. Iré y no sé cómo estaré, sin Patricia...

Y escribo y Phoebe vuelve a ladrar. No hay manera. Mi cabeza estalla. mis dedos se agotan, mi paciencia se acaba si es que la tuve en estos últimos días. Quiero que llegue la hora de la cena y silencio. Quiero acostarme y cerrar los ojos, aunque no duerma. Sólo quiero eso. Y hoy no ha sido un mal día.

Pero quiero llorar. Veo los Juegos y quiero llorar por las injusticias, por la discriminación, por poca repercusión. Veo las bombas en Afganistán, el miedo y quiero llorar, por la injusticia, por una guerra sin fin, por una huida tras años de devastación y una falsa democracia, por las mentiras que nos vuelven a contar 20 años después.

Veo Ceuta y quiero llorar. España es ese país que un día dice liderar la acogida al sufrimiento afgano y a su población y al día siguiente pacta expulsar del país y devolver a Marruecos a menores, niños y niñas, que fueron arrojados al mar por el gobierno marroquí.

Veo a Pedro Sánchez en mi tierra, hacer promesas que ya hicieron, a Vara mintiendo sin tapujos, asegurando un futuro que no será cómo él pinta. Llevan 20 años vendiendo un discurso diciéndonos que no tenemos razón y según va sucediendo lo que avisábamos que pasaría, programan un futuro más negro al tiempo que vuelven a despreciar nuestra razón. Y quiero llorar, en esta tierra de paro, de frutas, de campo que quieren convertir en una región seca, de parques acuáticos, de minas de litios, de paneles solares que sustituyan dehesas y árboles, de azucareras y regadíos, de falsos trenes que pasarán vacíos volando.

Veo noticias de asesinatos, de violaciones, de un machismo continuo, que avanza furioso, como el precio de la luz, y quiero llorar. Porque no entiendo a este mundo, ni me entiendo a mí por más que grito y me desespero. Y me canso, porque nadie quiere escuchar y nadie parece querer contarlo. 

Repetimos las mentiras que nos dicen como papagallos, como meros taquígrafos. Sin saber, sin contar, sin decir la verdad, sin señalar la mentira, sin tan siquiera preguntar, sin salir a la calle y ver que la realidad es muy distinta a la que nos cuentan. Y quiero dormir hasta que todo pase. Y abrazarme a Patricia, y a los niños, en silencio, en paz, y pensar que al despertar, mi cabeza se habrá despejado, dejará de tener nubes que amenacen tormenta a cada rato y que podrá reír y hacer. Yo sólo quiero poder hacer sin que me duela.

miércoles, 25 de agosto de 2021

El minutero

 Los días se hacen largos, eternos. Agonizo mientras veo pasar las horas, sin ganas absolutamente de hacer nada, de escuchar a nadie, de jugar, de moverme. Hoy me he notado especialmente brusco en las contestaciones, con la urgencia de que nadie me hablara, las prisas por querer escribir, la necesidad de relajar mi mente. Nunca hay silencio y mi cabeza estalla. Demasiadas conversaciones, demasiados pensamientos, demasiado calor.

Hoy he vuelto a la psiquiatra y seguimos caminando. Ser estricto con los ejercicios, aumentar la medicación y no decaer pese a que esté peor. No decaer, no querer acabar con el sufrimiento de manera incorrecta, tener paciencia y no malas ideas. Qué larga se hizo la espera hasta que me fui. Que larga ha sido la tarde desde que nos levantamos del sofá. Qué rabia me da no poder tratar bien a Candela, Mario y Mateo y que no me lleve este pesar, este sofocante calor, esta apatía y este dolor de cabeza. Necesito silencio y no lo hay. Necesito soledad y no la tengo. Necesito llorar y no me sale.

Ayer discutimos Patricia y yo. Nos dijimos cosas. Estamos mal pero estamos y queremos seguir estando, aunque no sepamos, aunque no pueda. No sé qué hacer. Todas mis teorías, toda mi filosofía, toda mi inteligencia no valen ahora para nada, son un laberinto en el que me pierdo y soy incapaz de salir. No veo luz y cuando la veo me ciega hasta doler. 

viernes, 20 de agosto de 2021

Me siento bien.

 Hoy me siento bien. Ahora me siento bien. Me cuesta hablar, pero es liberador. Y Patricia es la mejor.

He conseguido hablar con paz, desde la calma, sin haber tragado antes la hiel de actos que me hieren y de mis propios pensamientos. He hablado estando mal, tras una noche sin descanso, con terrores nocturnos constantes, con dolor de cabeza y casi rigidez en las piernas. He hablado tras haber accedido a algo que no me apetecía, a lo que no me atrevía. Patricia quería acompañarme al centro y tomar algo. Yo quería ir, hacer rápido lo que era una obligación, y volverme.

El paseo ha sido agradable, he ido perdiendo esa tensión que entre nosotros a veces aparece porque no sabemos qué hacer, qué decir, cómo actuar. Porque hay demasiada preocupación y también demasiado miedo a herir, a decir o hacer algo inapropiado.

El café ha sido placentero y la charla, reconfortante, necesaria, sincera y útil. He conseguido cerrar toda mi ira, mis pensamientos oscuros y hablar desde el interior, desde la sinceridad, desde el dolor y no desde la culpa o el enfado. Y ha funcionado. Creo que me he explicado mejor que nunca. Creo que me ha escuchado como antes no lo había hecho. Creo que hemos avanzado en entendernos, en la diferencia entre querer y poder, en los límites que mi cabeza y mi propio cuerpo pone, los esfuerzos que hago para vencerlos, las pequeñas victorias y las dolorosas derrotas.

Hoy creo que hemos dado un paso enorme para mi recuperación. Me siento bien. Hoy he sabido hacer lo que no era capaz, hablar, expresar mis emociones, mis necesidades, mis turbulencias, mis pensamientos más oscuros y tormentosos, palabras que ella agradece aunque humedezcan y enrojezcan sus brillantes ojos.

Pasito a pasito, vamos construyendo el camino.

jueves, 19 de agosto de 2021

No me atrevo. No me cuido.

Me levanto. Tengo sueño. He vuelto a tener pesadillas constantes durante la noche. Cada día está más presente el trabajo en mis sueños. Me duelen las piernas, la cabeza. Estoy cansado. 

Me levanto el primero. Saco a Phoebe. Estoy cansado. No me apetece hacer mucha cosa. No tengo ni fuerzas para preparar a Mario y Mateo para el campamento. Me siento culpable mientras agoto mi café y como. Otro sobao. Las pastillas me dan hambre. La ansiedad me da hambre. 

Mateo se ha levantado especialmente protestón. Patricia lo sufre. Yo deambulo. 

Quiero descansar. Me tumbo. Mi cabeza explota. Hay cosas que hacer. Limpiar la habitación, recoger la ropa, limpiar la cocina, hacer mis ejercicios, los que tengo aplazados. Si me acuesto, no puedo descansar porque todos esos pensamientos me torturan la cabeza. Si me levanto y me pongo hacer, soy incapaz de centrarme y de hacer nada porque me pesan las piernas y el sueño. 

Me agota el silencio. No soporto el ruido. No soy capaz de quitarme ese peso, esa exigencia, el querer estar siempre, el no permitirme una pausa. Culpo a Patricia de lo que yo no soy capaz ni de plantear. Me siento juzgado continuamente, y no sé si el juicio lo hace ella o lo hago yo.

No veo mi futuro, no sé qué quiero. No sé si quiero futuro. Me atormenta la idea de ir esta tarde a la piscina, de celebrar el sábado el cumpleaños de Candela. Quiero estar en casa, bajar las persianas, no moverme de la cama. Y aquí estoy, ofreciendo planes, mirando lugares para una escapada que aborrezco y temo a principios de septiembre. Porque no sé decir que no, porque no me atrevo, porque prefiero ser yo el damnificado a escuchar los lamentos. Quiero llorar. 

Odio sentarme por la tarde a ver la tele, sólo por rutina. He vuelto a ese punto de no disfrutar, sino de dejarme llevar. Quiero levantarme, ofrecerle a Patricia hacer el collage, hablarle del bote de tiempos muertos, pero no me atrevo. No sé por qué. Tiempo, me achico y busco otras cosas que hacer.

martes, 17 de agosto de 2021

Trabajo

Tengo el móvil en modo avión. He recibido algún mensaje y lo he puesto en modo avión.
He revisado las redes, escrito algún mensaje que después he borrado, mandado algún whatsapp del que ahora me arrepiento, mirado Facebook y Twitter a ver si el mundo cambia de golpe, pero sigue igual, violento y atroz, egoísta y dañino. He puesto el modo avión y a hacer como si nada pasara, alejarme de todo lo que duele, de las tristezas, de los recuerdos, de la melancolía, de un futuro aterrador, de mis amistades, de mi familia, de mi padre y de mi madre que hoy cumplen 52 años de matrimonio, de todo lo que huela a mí.

Tengo menos paciencia. Lo noto. El día se hace largo, las esperas son eternas, la mañana ha sido una acumulación de tiempos perdidos y carreras que no puedo dar. No corro. No soy capaz. Había olvidado los efectos físicos de la ansiedad. Han vuelto el insomnio y las pesadillas, también los dolores de piernas que me inmovilizan, que me impiden jugar al fútbol, que me impiden echar una simple carrera, seguir a Phoebe en su paseos, aumentar el ritmo, ir más rápido para no llegar tarde, para hacer más. Me frena. Mi cabeza me frena. Las rodillas aúllan.

Me he echado la siesta y no recuerdo lo que he dormido, lo que he pensado y lo que he soñado. Todo se confunde. Últimamente, sobrevienen a mi mente imágenes y sueños del trabajo. Estoy allí, o un lugar que no es allí pero que es mi trabajo, con la misma gente. Con prisas, haciendo no sé muy bien qué, delante del ordenador. Pienso en volver a trabajar. Quiero volver a trabajar. Entonces recuerdo ese whatsapp del que ya me he arrepentido, mis obsesiones, mi ira, mi exigencia, mis miedos, las mentiras, las hipocresías, la soledad, el vacío. Pero quiero trabajar. No recuerdo haber tenido esta sensación ninguno de los días que estuve de excedencia. Temía que un día llegara mi médica y me diera el parte de alta. Temo volver al trabajo, a todo lo que detesto, a las mentiras, a la impotencia, a un lugar que será distinto al que dejé pero igual que siempre. No tengo esperanza, pero me siento vacío, inútil. 

He visto la fecha de siguiente revisión: 21 de septiembre. Se acerca el año de baja. Se acercan las fechas que mis pensamientos habían dibujado para estar recuperado, para estar preparado. No quería ponerme fechas, pero lo piensas. Quieres controlar la enfermedad, no soy capaz. Siempre he sido resolutivo, propuesto soluciones en lugar de enumerar problemas, pero ahora no encuentro la solución, quizá no la tenga. Me desespera. Y llega la impaciencia, el ansia de una vida normal sin crisis de ansiedad ni pensamientos oscuros. Y pienso en volver a trabajar. En todo lo que haría, en lo que no podría, en los silencios. No estoy preparado, pero estar en casa me come, me mata. No puedo escapar de todo lo que quiero contar. No voy a contar todo lo que quiero, se me escapan las ganas y el control. No sé qué pasará dentro de un mes. 

El mundo será siendo ese mismo lugar que no entiendo. No sé si querré quedar con la gente a la que ahora pongo en modo avión. Esta semana será larga. Agosto se está haciendo eterno. Yo sólo quiero dormir, pero dormir de verdad y dejar de pensar. Y odiar menos, o ser más permeable a las falacias, poner buenas caras y pasar de todo, pasar de mí.


lunes, 16 de agosto de 2021

Nada tiene sentido.

 Hoy, centenares de personas corren junto a un avión militar estadounidense en marcha en Kabul con la vana esperanza de agarrarse al ala, de que pare y sea ella, quien suba y pueda huir así del horror que viene tras el horror. 

Cada día, centenares de hombres y mujeres, de niños y niñas, se arrojan al mar para huir de la violencia, de la pobreza, de las dictaduras, del machismo más salvaje, para encontrar un lugar en el que no haya una amenaza cada día. Y cada día, cuando llegan, oyen gritos de odio más allá de las mantas, y hombres armados que los acompañan a cruzar de nuevo esa parte de tierra o de mar que llaman frontera.

Nada tiene sentido. Nada de lo que ocurre. Mujeres violadas, violentadas a diario, insultadas y culpadas de cualquier mal. Homosexuales y lesbianas callando sus deseos, sus gustos, su forma de ser, para poder ser sin insultos, aunque siempre hay palabras y gestos que hieren aun en el silencio.

Nada tiene sentido. Esta tierra rica, empobrecida a la fuerza, el paro, la criminalización de la juventud, las muertes en los hospitales y residencias, el trabajo precario, niños creciendo sin padres, niñas creciendo sin madres, padres y madres trabajando para no tener nada.

Nada tiene sentido. Ni el mundo, ni el caos, ni la televisión, ni la radio, ni las portadas de los periódicos, ni esta estúpida depresión. 

Yo, con Candela acercándose para dormirse, con los ojos grandes de Mateo implorando un juego, con Mario inquieto esperando tras la puerta, con Patricia preocupada por todos mis pensares, con toda una familia a la que besar y querer en cualquier momento, con amistades que me ofrecen su ayuda y su consejo... 

Nada tiene sentido. Con todo, me siento vacío. Ni mi trabajo, ni nada de lo que poseo acaba con esta tristeza infinita y absurda, con esta apatía, con esta necesidad de estar solo, de no querer vivir. No tiene sentido. Debería venirme arriba, abrir los ojos, los brazos y abrazarme a todo lo que me alivia, pero el dolor no se esfuma. No hay respuestas, no hay soluciones, no hay sentido. Hay pena, culpa y agotamiento. Y un sol que me quema, y pesadillas que me despiertan, y un cansancio que no me deja respirar bajo la mascarilla.

Y sólo me sale llanto o ira. 

Ni siquiera me salen letras, ni tan siquiera melodías. Sólo me salen llanto e ira. Y unas ganas infinitas de acabar con ellas.

domingo, 15 de agosto de 2021

La palabra suicidio.

 Te diagnostican trastorno ansioso-depresivo. La depresión te provoca ideaciones suicidas. Te medicas. Los antidepresivos y tranquilizantes tienen como frecuente efecto secundario ideaciones suicidas. 

Y vas sobreviviendo. A veces, sólo es una idea que flota en el ambiente, un sentimiento de culpa, de incompetencia, de estorbo, de querer desaparecer. Otras veces es un pensamiento nubloso, anclado en las pocas ganas de vivir más que en el deseo de la muerte, en sentir que esta vida no es vida, no tiene el valor que tenía, que no disfrutas de lo habitual, de lo cotidiano, que todo te produce malestar, mareos, tristeza, nerviosismo, miedo, angustia, la sensación de que en cualquier momento puedes desvanecerte y el terror a que sea en ese momento, en el que estás sólo en la piscina con tu hijo, en el que estás conduciendo intentando que la cabeza no piense más de lo que debe. 

Otras veces es más concreto, más exacto. Visible, palpable. Con fecha, con método. Te ves muerto y es lo que te para. Tu cuerpo muerto, yaciendo en la cama o en el suelo. Quizá en la calle para huir de la mirada de tu mujer, de Candela, de los niños. Y eso es lo que va retrasando la fecha y te hace ganar días a una vida que no tiene sentido, o que lo tiene pero no lo encuentras, una vida que duele, que amarga cuando la muerdes, que te arrastra cuando te duermes, que te devora cuando estallas y no eres dueño ni de tu voz ni de tu cuerpo.

Han vuelto las crisis, las pesadillas, los tartamudeos, los temblores, el miedo a salir a la calle. Se esfumará, pero de momento ahí están. Y quiero escapar. De casa, de mi vida. O quiero volver a empezar, como si nada existiera. En otra parte, en otro lugar, olvidando todo a lo que daño. O seguir igual. Volver a trabajar, sabiéndome triste, incapaz casi de hablar. 

La exigencia. Querer ser lo que no puedes ser, lo que tu cuerpo no te deja, lo que a nadie le importa. Y exigirte a seguir siendo así y la ansiedad cuando no lo consigues, la culpa cuando te sientes abatido, cuando en el proceso ves derrota o rendición.

La culpa. La apatía. No querer hacer nada. Culparte por no hacer nada. No hacer las tareas de la terapia, porque no tengo fuerzas, porque no tengo ganas, porque no tengo ideas, porque tengo miedo, porque la exigencia de no utilizar tiempo para mí, por no dejar de pensar en todas esas cosas. 

A veces venzo a la tristeza. Y salgo. Y me baño. Y juego, con todo el dolor y miedo que ello me produce. Pero he vuelto a carecer de voluntad. Sin ganas de pasear, de hacer deporte, de ver películas, de leer, de escuchar música. Hay música que tengo encerrada para no odiarla.

Últimamente no dejo de pensar en Diego Paredes, en el blog que de vez en cuando frecuentaba. En su último post, días antes de suicidarse.

https://diegoparedesgomez.wordpress.com/2020/09/17/si/


domingo, 8 de agosto de 2021

 No sé ni qué pienso, ni qué quiero, ni de qué tengo ganas, ni qué me apetece. No disfruto. Lo intento pero no lo consigo. Me obsesiono con cosas que no debería, entro en debates estériles, me desespero en este mundo falto de autocrítica y de voluntad de cambio. Me da vueltas la cabeza, no dejo de pensar y pensar en cosas, no me concentro, no presto atención a lo que debería, me siento triste y enfadado, conmigo, con todos, no quiero ir a ningún lado ni quiero quedarme en casa. Quiero estar con mi familia pero me sobran o me agobia el tener que estar todo el rato. Quiero llorar. Siento que lo estoy haciendo todo mal, que me equivoco, que he vuelto a entrar en una espiral, que no logro abandonar lo que me lastra. Estoy agotado. Otra vez no duermo bien. Han vuelto las pesadillas, las ideas constante en la cabeza. Necesito vaciarme de pensamientos.

No he sido capaz de hacer el collage. No me apetece, no quiero, no tengo sueños ni anhelos futuros, no los veo. Espero poder hacerlo esta tarde, que la familia me ayude, que sea un rato de diversión y de mejoría. Lo necesito. Llevo cuatro días consecutivos malos y me duele la cabeza y me pesan las ideas negativas y las pocas ganas de vivir así.

sábado, 7 de agosto de 2021

Un pasito adelante, dos hacia atrás.

 Me he dejado ir. Entre los Juegos, la pasión, mis propias exigencias, el querer no fallar y estar por los tiempos que resto, me he dejado ir. No escribo. No paseo. No he hecho los deberes. No apunto mi diario de mejoras, aunque son muchas y más frecuentes. Y he pegado un bajón. Estoy en un momento de continuo sube y baja. Pasé mal la semana de vacaciones, con varias crisis de ansiedad, con mucho nerviosismo y menos depresión, abandonando toda rutina y excediendo todos los límites. Eso me llevó a crisis de ansiedad diarias, 2 de ellas bastante fuertes, y a una depresión gordísima el lunes. De las peores. De los peores pensamientos que he tenido en la cabeza, de los peores días en los últimos meses. 

Conseguí sacármelo. La emoción de los Juegos, los juegos en casa y fuera, la falta de exposición al mundo exterior, me permitieron ir mejorando, con alguna que otra situación de estrés pero controlada. Veía luz. Y me relajé. Fui estando animado, empujado por el deporte, sin practicarlo, hasta llegar a un éxtasis el jueves al que, como temía, le ha seguido una sensación de abatimiento, agotamiento y depresión, de nuevos pensamientos negativos, de falta de descanso, de dificultad para conciliar el sueño y de dolores de cabeza constantes que parecen interminables. 

No sé si creí que había desaparecido todo o que estaba en el camino correcto con la medicación, pero llevo casi dos semanas sin hacer prácticamente la meditación (hoy es el segundo día que la hago), sin escribir nada (hoy es el segundo día que pongo) y sin hacer deporte ni buscar tiempos de relax mental para mí. Siempre estoy atareado, siempre alerta, siempre pendiente de algo. Y me agota.

También he vuelto a retroceder en el ámbito profesional. No lo he podido evitar. Lo he intentado, he creído tenerlo controlado, me he querido mostrar como resolutivo pero he caído en la tentación de comparar, de saber qué ocurría y corroborar mis temores. He recibido mensajes y felicitaciones que alivian, que ayudan y que, a la vez, te empujan hacia un vacío infinito, inevitable. Sirvo pero no valgo. Me reconcome este mundo de complacencia, de conformismo, de falta de crítica y autocrítica. Ya no es que no hagamos, es que nadie espera que estemos. Mi futuro laboral siempre aparece en mi mente. Por mucho que intente mantenerlo al margen, siempre está ahí, porque llegará el momento en el que lo tenga que afrontar, y la desilusión, la sensación de impotencia, de incapacidad, de no servir para lo que se me requiere, de invisibilidad me deja exhausto. 

Vuelve la idea de que estoy viviendo una vida que no quiero vivir, empujado por decisiones que yo no tomaría, que no me gustan, que aborrezco. Y no es que me quiera morir, pero es que no quiero seguir viviendo así. Y todo pasa por la cabeza. Todo. He tenido días con muchos ratos buenos, pero en ninguno de esos días me he sentido útil, completo, dueño de mí. Simplemente me he dejado llevar sin pensarlo. Cuando lo he pensado, la tormenta ha vuelto y se hace insoportable. No sé cuánta culpa tengo, si es que tengo culpa, pero sé que no estoy haciendo todo lo que me dicen y a veces pienso que es de forma consciente y voluntaria. Ha habido días que he tenido la tentación de no tomarme la medicina. Me cuesta dar el paso para hacer el collage que me mandaron de tarea. He pensado varias veces en cancelar la próxima consulta ¿para qué? ¿Me está sirviendo? ¿Estoy haciendo que me sirva?

Tengo ganas de llorar, de dormir. De no despertar. Y soy el último en ir a la cama y el primero en levantarse. No hay días buenos, hay días soportables y muchos días en el que nada vale la pena.