domingo, 25 de julio de 2021

25 de julio.

Hoy es un día de celebración, pese a estos ojos tristes, pese a esta desgana, pese a esta piel pegajosa por el calor que no se separa de las sábanas ni el sofá. Hoy hacemos 22 años juntos. Y soy feliz. Si eso no lo dudo, aunque a veces no sepa ni quién soy, ni qué vida he construido, ni qué metas he alcanzado, ni se he decidido lo que he vivido, si me equivoqué, si me dejé llevar, ni por qué trabajo en lo que trabajo o en qué voy a hacer cuando vuelva a trabajar. 

Qué fácil es la culpa, propio y ajena, en la cabeza cuando todo lo ves mal, hasta 22 años de amor, risas, celebraciones, alegrías, generosidad y amistad. Sobre todo amistad. 

No tienes regalo al levantarte, si quiera una oxidada sonrisa, una mirada tímida y avergonzada. 

No hay mantel ni cubiertos de grandes ocasiones, una comida pedida a domicilio y el sabor de estar en familia.

No hay un viaje, ni un hotel en el que refugiarse, tan solo un cuarto en el que dormimos los 5, la oscuridad de estos días largos y tu mirándome y confiando en mí, aunque a veces no lo crea, aunque a veces piense lo contrario.

Hoy es un día de celebración, aunque mi cuerpo haga lo contrario y me cabeza piense más en las ausencias que en todo lo que me rebosa las manos. 

22 años juntos. 22 años llenos de experiencias, de abrazos, también de enfados y discusiones, pero sobre todo de caricias, de aprendizaje, de amor, de vidas a las que dar vida, a las que empujar, a las que cuidar, a las que proteger, a las que arrastras como un río desbordado por el aguacero. 

Quisiera celebrar tu amor, pero me pongo en duda todo lo que tengo y alguna vez merecí. Al menos sé que no me sueltas, aunque a veces te empuje, aunque ahora no sepa y dude de mí y de ti, aunque sigamos siendo imperfectos y contrarios, que no son contradicción sino conjunto.

Te amo. Espero poder hacerlo mejor, hacerte reír, sacarte caricias y abrazos, besos espontáneos, repartírtelos cuando menos te lo esperes, que no andamos sobrados de cariños y arrepíos. 

De momento, te amo como puedo, aunque casi no te pueda amar porque busco el amor propio, la esperanza, la razón y mi verdad, ese sitio en el que alguna vez estuve y se esfumó, este mundo en el que piso sin saber dónde estoy, qué ocurre, quién soy ni si vale la pena el esfuerzo de preferir amar. Pero, de momento, prefiero amar, aunque lo haga torpemente y no sea el hombre que fue, al que esperas o que te gustaría. 

Ves, quería que esto fuera una carta de amor, que hablara de ti, de lo mucho que haces para hacerme feliz, de lo muy feliz que soy por ser como eres, pero no soy ese. Aunque quiero convencerme de que tampoco soy el perdedor que llora ante el espejo. 

https://www.youtube.com/watch?v=MgOwCUavfqw

viernes, 23 de julio de 2021

Un día perfecto.

 He olvidado los días perfectos. Si no hay crisis de ansiedad hay una apatía que lo ciega todo. No puedo recordar, ni planificar, ni saber qué me gustaría hacer o que hice con la sonrisa puesta. Y cada día que pasa, me cuesta más. Hubo un par de días de ligera mejoría, de sentirme mejor sin crisis, pero la ansiedad está ahí frenada pero latente y todo es tristeza. Probablemente, mi día ideal no sería muy distinto al de ayer, pero sin sentir lo que siento.

Levantarme a las 8.15hs. Sonreír al ver a Phoebe. Lavarme rápido y ponerme una camiseta.

8.20hs. Sacar a Phoebe a pasear. Dejar el móvil en casa. Pasear y correr con ella por la calle, subir ligeramente hasta el puerto haciendo algo de ejercicio y después bajar con Phoebe tirando de mí

8.50hs. Llegar a casa. Prepararme el café. Desayunar tranquilo, si aún no se ha despertado la familia, mientras leo algo de prensa en el teléfono.

9.15hs. Limpiar el salón. Poner música de fondo o el partido de la selección mientras limpio. Muevo las sillas, lo muevo todo. No dejo ni un gramo de mi esfuerzo para que todo esté lo más limpio posible.

9.45hs. Hacer el desayuno. Ya se han despertado Patricia, Candela, Mario y Mateo. Patricia ha ido a sacar otro ratito a Phoebe mientras yo preparo el desayuno. Tuesto pan, preparo tomate con aceite y sal y unas lonchas de jamón.

10.00hs. Desayunamos en familia, con la tele de fondo. Esta vez, con los JJOO en la pantalla mientras comentamos qué tal hemos dormido y qué vamos a hacer durante la mañana.

10.30hs. Recoger la mesa, la cocina, el resto de la casa junto a Patricia mientras Candela, Mario y Mateo juegan en sus habitaciones.

11.00hs. Es la hora de pintar. Yo me sumo con el resto de la familia a hacer dibujos, a escribir cartas, a jugar con la plastilina. No me cuesta hacerlo. Sale solo.

11.30hs. Hemos decidido salir a comer y a bañarnos con mi hermano. Preparamos las mochilas, las meriendas, las toallas, los bañadores, los flotadores. Todo para salir de casa para pasar el día fuera.

13.00hs. Una que hemos colocado todas las cosas, nos montamos en el coche y vamos a por Carlos, que nos espera en su casa. Hoy conduzco yo. Hemos decidido bañarnos en Navaconcejo.

13.30hs. Llegamos al río. Antes de ir a comer, dejamos todo en la zona de "playa" y nos pegamos un baño refrescante. Sacamos la pelota, jugamos y nadamos entre los peces.

14.00hs. Comemos. Hay un chiringuito al lado del río en el que siempre tienen raciones que nos gustan. Hoy me pido una cerveza 0'0, además del agua. Hay gazpacho, entrecot, ensalada. Hablamos y reímos mientras comemos. Nos quejamos de la política, del fútbol, de lo que nos plazca. Pedimos un helado de postre. Nos lo comemos de camino a las toallas.

15.00hs. Tiempo de cremas antes del siguiente chapuzón. Nos bañamos. No me gusta estar mucho tiempo metido, pero entro y salgo, jugando a la pelota, disfrutando con Mateo en la orilla, riendo con Candela en su donut, creyendo ser Unai Simón con Mario.

No hay hora. Nos bañamos cuanto nos plazca. O salimos para tomar un café a eso de las 17.00hs. 

18.00hs. Hora de la merienda. Sacamos el bocata y, de postre, un helado o unas patatas fritas que compramos en el chiringuito. Y jugamos a las cartas, al Uno, al Doble, al fútbol.

19.00hs Ha llegado otra familia que conocemos desde hace años. Nos abramos al vernos, había ganas de charlar, de saber de sus vidas, de las nuestras. Combinamos las conversaciones con el juego cuando alguno de los niños lo requiere. Yo hablo de lo que sé, de lo que me gusta.

20.00hs Se está estupendamente en el río. No nos apetece irnos. No me apetece irme. Seguimos bañándonos, jugando y hablando de recuerdos, de lo que no sabemos, de lo que queremos hacer.

21.00hs. Los niños quieren ir al Burger King. Candela quiere ir a cenar a una terraza con otra amiga. Es tarde, pesa el cansancio, pero recogemos, vamos a casa a por Phoebe y nos vamos a una terraza a comer mientras Phoebe pasea a nuestro lado.

23.00hs. Se ha hecho tarde. El día ha pasado volando. Nos despedimos, quedamos para otro día, para cenar otra noche, para ir a la piscina. Volvemos a casa.

23.30hs. Ducha rápida, nos vamos a la habitación (tenemos los colchones en nuestra habitación para poder usar el aire y que huyan del calor) y vemos la tele en familia hasta que los ojos se nos van cerrando.

¿Un día perfecto sin ansiedad? Ayer, pero sin depresión ni ansiedad, sin que toda esa sinrazón me impida disfrutar de lo que quiero.

martes, 13 de julio de 2021

Ratinos

Seguro que había ensayado la llamada. Habría pensado en ella unas mil veces. Cogido el teléfono en cientos de ocasiones. Marcado el número mientras repasaba qué decir, qué transmitir. Parecer entera, no afectada. No dudar ni titubear, volver al mensaje, morderse la lengua, sonreír nerviosa, hablar del chico y de todo aquello en lo que sentirse segura.

Yo esperaba la llamada. Había dado mil vueltas a la conversación. No estaba preparado, no quería aplazarla. Quería no llorar, transmitir fuerza, seguridad. Estoy bien, me repetía.

El teléfono sonó, como tantas veces durante la tarde. Pronunciaron mi nombre, sonó diferente. Todo se detuvo, salvo el dolor en el pecho y la palabra atragantada en la garganta.

Todo fue como calcularon.

"Estate tranquilo, no tengas prisa, aquí esta todo bien. Lo importante es te que cures. Tú, tranquilo. Estamos bien. Si vieras a tu hijo esta mañana...".

Yo intentaba no llorar, fingía, raía y reía. Casi no escuchaba y repetía como retahíla de colegio.

"Estoy bien. Estoy fuerte y mucho mejor. Pronto estaré en casa. Los dos son largos pero estoy bien. La compañía me ayuda".

Nunca una conversación tan fría, tan preparada, tan tópica, convencional, incluso, impostada fue tan sincera, cálida y cariñosa.

"Te quiero, mamá". No recordaba la última vez le había dicho eso a mi madre.

*

Me apetece un café. Bueno, un descafeinado. Ahora, no a las cinco. Justo ahora.

Me apetece levantarme, prepararlo, cerrar los ojos y viajar sus granos, por su aroma. Coger una taza, el azúcar, la cuchara apropiada, quizá algún dulce o chocolate negro almendrado.

Me apetece calentarlo, que hierva. Coger un paracetamol para este eterno dolor de cabeza. 

Me apetece sentarme en mi silla, a tu lado. No decir nada. Tomarlo despacio, callado, mientras me cuentas. Me apetece recoger la taza, lavarla, cepillarme los dientes, coger mi diario, o el teléfono, sin pedir permiso ni escuchar "¿Ya has acabado"?

*

Al llegar a casa, hoy había una araña en la ventana. Es momento de tejer otra red que me quite esta angustia de pender de un hilo, de no ser suficiente, de ser vulnerable a un solo soplido.



Miércoles

Miércoles. Ya hay un día.

Miércoles. Ya hay un horizonte.

Miércoles. Ya hay una esperanza.

Miércoles. Ya hay un miedo.

Miércoles. Entre la alegría y el llanto, entre las ganas y la cobardía.

Miércoles. Estar mejor que hace una semana, saberme no recuperado.

Miércoles. Querer que sea mañana. Temer qué será mañana.

Miércoles. Pensar en la bienvenida, en cómo paralizar el tiempo.

Decir que no, no responder mensajes, no responder llamadas, pedir que esperen a quienes llevan días esperando.

Miércoles. Pensar en la bienvenida, en las ganas de veros, de achucharos, de contaros.

Ganas de reír, ver películas, acostarnos tarde, compartir el primer sueño en cada cama.

Miércoles. Pensar en cómo llevarme lo que me está curando. El tiempo, la soledad aunque siempre hay alguien o te sientas vigilado, el no tener que responder, el no tener que contestar, el estar callado. La falta de presión, no tener que hacer nada. No dar explicaciones.

Miércoles. Y yo, necesitando tener aquí lo que me han arrebatado. 

Estoy pensando en ti, en todo lo que añoras, en todo lo que anhelas, en todo lo que esperas, en tu paciencia, en tus expectativas, en tus necesidad, en tus urgencias, en lo que estarás pensando.

Miércoles.

Y yo, necesitando tener allí lo que me está curando.

Las pausas, las miradas, los abrazos oportunos, los silencios necesarios, el saber marcharse. Temo no saber explicarlo porque saldré mejor pero no curado.

viernes, 9 de julio de 2021

La vida fuera

I

 Todo tiembla. Todo se tambalea.

Entrar no fue fácil. Salir, tampoco.

He maldecido cada orden, cada no, cada espera, la monotonía de días indistinguibles. 

He maldecido al sol y su empeño por hacer más y más largo el invierno que vivía. Un rayo de luz cada mañana más tempranero iluminaba tenuemente una habitación cuyo techo parecía apretar nuestros pechos, sin puerta hasta la hora exacta. La luz abría tus párpados cada vez antes. La hora exacta seguía inalterable.

Sentías la respiración como la de un vivo que suspira por salir del ataúd en el que acabó por error, pero sin ánimo ni voz para gritar. Cada grito era una palada más. Cada suspiro, un golpe de aire menos para sobrevivir.

He maldecido el calor y repetir de forma inconsciente los mismos pasillos, contando los mismos pasos y volviéndolos a borrar para crear unos nuevos pero idénticos. Quizá algún rincón, quizá un minuto de suerte que te sujetaba a cuerdos abatidos por la rutina.

Cada día los mismos rostros, los mismos paisajes (sin ti a mi lado), las mismas cámaras que hurgan en tu culpa. 

He maldecido la espera. La eterna espera. Esperar la ducha, esperar a que abran la puerta de la taquilla, esperar el desayuno, esperar las pastillas, esperar otra vez en la taquilla, esperar por un lápiz, esperar para pasear por tu rincón favorito, esperar la hora de la comida, esperar la hora de la llamada, esperar el café, esperar el lorazepam, esperar que digan otra vez tu voz al sonar el teléfono, esperar en cualquier sitio menos en tu habitación la hora de cenar, esperar que abrieran el patio, esperar la leche y el calmante para permitirte cerrar unos párpados que caen empujados por el cansancio de tanta espera.

He maldecido mil veces la burbuja, aislada del mundo, del ruido de la calle, de los olores de la isla, de noticias de esperanza que no salen en los diarios, de ti, de ellos. Pero tiemblas.

Todo tiembla y se tambalea al pensar en salir, en desordenar tus estrictas rutinas, en volver a ser el tú que esperas.

Sientes una angustia enorme. El techo, cada vez más bajo. Y ahí, tú, sentado durante horas a oscuras para no ser visto, temiendo que tu corazón y tu pecho exploten al salir, o los pulmones se atrofien ante la falta de aire en la galaxia que rodea la burbuja. 

Es como volver a nacer. Una salida tan deseada y necesaria como traumática, en la que sólo te alivia el piel con piel, el silencio en penumbras, una canción y dormir, sin más.

Pero espero otro mundo, maravilloso, ilusionante.

Pero repleto de recuerdos agrios y opresores.

Es el momento de salir a un lugar que dejó de ser amable hace tiempo y el momento de volver a ser una persona que igual no seré jamás.

Tengo un recuerdo vago de esa persona. En la burbuja, esa construida para aislarte de deseos y de miedos, el terror es más grande. Y el día pasa entre la alegría contenida, la calma impuesta y la ansiedad amenazante y omnipresente.

Pero sucede también que ves su cara sonriendo en un banco (está más bella que nunca pese al evidente cansancio), sucede también que las risas invaden el salón ya desde fuera y recibes abrazos que no recordabas.

Y sucede también que te duchas y hueles a ti, y te echas tu colonia, entre la paz  y la rebeldía que nace en el desorden de esa casa que pareces no recordar. Tropiezas y colocas con mimo cada uno de tus objetos, sólo custodiados ya por ti. 

Pero sucede también que añoras las conversaciones, las pocas palabras sabias de Julián, su humor gamberro y serio; los abrazos de Carolina, su mera presencia sin decir nada cuando sabes que estás mal; la paz de Augusto, su calma, sensatez, experiencia y tu idea de que le irá bien; la confianza de Guadalupe, que se ha ido abriendo y ha decidido compartir contigo lo más hondo de su tristeza, el saludo con Said y la rabia de no poder dejarle mis chanclas.

Sucede también que añoras la soledad, las malditas rutinas, tu lápiz en el bolsillo, los momentos de paz y, sobre todo, la libertad de no ser libre pero de ser tú mismo y no una expectativa.

Porque encerrado he sentido libertad. La más grande libertad. Ser quien quisiera ser, como me saliera ser, despojado de palabras que me limitan y repleto de cualidades o defectos que fuera acostumbramos a ocultar, acotando nuestra personalidad, obligándonos a ser sólo una pequeña parte de lo que somos y con la presión de no dejar nunca de ser así, camuflando cualidades que nos completan y que nos empeñamos en tapar. 

Encerrado he encontrado esa libertad. Y he reído y llorado. He abrazado. He bailado y cantado como nunca, sin vergüenza. He gritado como gritan los locos, he hablado de lo que pienso y creo a oídos sin prejuicios ni perspectivas.

Temo no encontrar esa libertad, no ser el que fui, ni ser el que he sido estos días, sino ser el que soy ahora y no saber cómo será. Temo encerrarme en un cuarto que no me permita disfrutar por querer ser quienes esperan que sea y exigirme ser una parte minúscula pero muy visible de mi forma de ser. O simplemente no ser. Ni el que fui, ni el que soy ni el que esperan que sea ni el que debo ser.


II

Llevo la bata para esconder mi lápiz, pero hace sol y el calor.

El sol está justo encima del patio, ese que sólo abren cuando hace una temperatura que a ellos les parece idónea. Yo hoy quiero tener la libertad de tener calor. De sentarme en un banco, cerrar los ojos, quitarme las chanclas y sentir el calor entre los dedos de los pies, mientras los muevo y jugueteo con ellos, subiendo el pulgar al lomo del resto. 

Quiero que el sol bese mis párpados con todo su ardor, sentir el picor de sus rayos entre mis manos, moverlas y maldecir.

Quiero abrir la boca y comerme el infierno de la flama que escupe el asfalto, de los olores y la polución de coches transitando buscando una pequeña sombra bajo ardientes techos de chapa.

Quiero sentir al respirar el lejano aroma de las encinas y los olivos, escuchar el pasear de las vacas, imaginar su boca rumiando, su lengua refrescándose en una pequeña laguna, o paseando por mi piel, y que todo ese oasis atraviese mi cuerpo y se erice mi pelo, acalorado por el recuerdo de lo que es sentir.

La puerta está cerrada, como siempre. Miro el sol y abraso mis ojos con el latente calor del hierro de la alcantarilla, de una tapa metálica que vibra como ilusión y siento el verano que llama en un diente de león que baila sensual, junto a la puerta, como riéndose de mi nostalgia, como regalándome su libertad, contoneándose tras el cristal, entre una luz cegadora y la sombra que crece al otro lado. Una planta verde que tiembla, no sé si por el viento, no sé si por su soledad, no sé si por miedo a lo que pasará cuando las puertas no tengan llaves.


Lo que no se ve

He visto crecer la tela de araña y al animal corretear entre el muro y las vallas, sentirse segura agarrada a su red.

He visto mutar al bicho de panza negra y lomo blanco, envejecer su color, ser un animal vintage que fortalecía sus alas y, alguna noche, escapó. No sé si voló.

He visto a un nuevo insecto disfrutar del rincón, del verdadero silencio, atento a mi canto.

Un bichillo negro ha recorrido bocarriba el techo, hasta traspasar el cristal y verse obligado a sentir el vértigo que separa el techo del suelo, el encierro del nuevo sol.

He visto crecer flores bajo las piedras, y no marchitarse pese a estar sujetas bajo un sol quemador y un viento violento.

He visto bajar persianas que no se han vuelto a subir, he visto nuevos rostros de preocupación, siluetas efímeras, sonrisas con ropa de calle.

No la he vuelto a ver. En su ventana hay otros gestos, otras penas, nadie saludando.

La última vez, la vi por azar. Yo bailaba. Ella reía a carcajadas ante su smartphone.

He visto su ventana cada vez más sucia, techos acumulando basura, heces de pájaro. He perdido la cuenta.

He visto charcos en los baños, camisas roídas, pantalones desgastados que habían olvidado el tamaño de su cintura. He visto mujer en los tejados, el óxido en las techadumbres en los ojos.

He oído, cada día, el rechinar de un andador que era el grito de dolor de quien lo portaba y de este hospital.

He visto la negrura de un agujero de obra, siempre igual, de cables pelados y escombros olvidados. 

He visto pegatinas de electros al sol de un tejado rocoso.

Te he visto en frente, venir hacia mí.

He visto tu sonrisa, saliendo del llanto. Te puse mi casco, nos abrazamos y recorrimos el pasillo, ajenos a miradas, a las cámaras, bailando, tan abrazada a mí.

jueves, 8 de julio de 2021

Silencio.

 Aunque siempre hay silencio, nunca hay silencio. Suena sin fin el aire acondicionado, un ruido monótono, continuo, mecánico, que convive contigo aunque esté apagado.

Suenan voces. A veces bajas, otras veces insoportables. Suenan sus vidas y no puedes impedir odiarlo. Siempre hay alguien hablando y es una voz que convive contigo aunque estén callados.

Suenan pasos. A una habitación, a ningún lado. Pasos de despedida, pasos acelerados. Pasos pesados de recién llegado.

Suena la luz. La luz del sol que se estrella en el tejado y hace crujir piedras, bostezar pájaros, huir a insectos que han ruido con sus patas o con su aleteo débil, estéril y bajo.

Suena la luz del pasillo, que lo tiñe todo de pálido, que harmoniza nuestros colores y nos hace indistinguibles.

Y suena, como el mar, como una caracola a la que la pena ha arrebatado la furia, la alegría, el canto.

Suena la tele, siempre molesta, conversaciones en otra sala.

Suena el silencio y me llana de espanto. No es ese silencio elegido cuando descanso en tus brazos. Es un silencio espeso, pesado, cansado, repleto de sonidos que apenas suenan y no puedo evitar escucharlos.

Rutinas.

Ducharme. Otra ropa que no me recuerde que estoy enfermo. Olor a café. Pan recién tostado. Quizá un dulce.

Tus pasos por el pasillo, tu bostezo de buenos días. Oír ¡Papiii! Una y otra vez. 

La medicina de Mario, su inquietud ¿A quién le toca el roblox? 

Un beso en la frente a Candela. Su sonrisa de niña. Sus ansias adolescentes. 

Tus dedos entre mi pelo, tu mano entre mi nunca y la espalda. Cerrar los ojos.

Phoebe meándose de alegría, su lengua por mis piernas, mi cara y mis manos. 

Las prisas, las mochilas, Mateo investigando en su merienda. Mario con la mascarilla puesta. Candela rezagando el subirla a sus labios. El sonido de la puerta. La algarabía de carrera y gritos que se van alejando.

El sonido del lavavajilla. Recoger cada cacharro. Phoebe saltando. Su corre, su chuche, su boca abierta. El paseo. 

Tú entrando por la puerta. Hacer lo que queramos.

Amarte, que lo había olvidado.

Amarme, que lo había dejado.

Disfrutar, que me lo había prohibido.

Y reír, que ha pasado tanto...

Lunes

 Es lunes. Aquí no ha pasado nada. Los días han pasado como el viento. Miras por la ventana y no hay urgencias, no sabes del paro, de muertes, de pateras que naufragan, de eufemismos, de casas desocupadas. de gente desalojadas. Sabes de la violencia por otras ventanas y la enfermedad.

Sí sabes del machismo, del racismo, de la homofobia. No hay día no lo vivas en un silencio incómodo, en una cesión a la paz que les mata. 

Aquí no ha pasado nada. Ayer hubo un partido de fútbol, los telediarios repitieron las mismas alarmas.  Sé que no hablaron de nosotros en la radio.

No sé qué tal les fue a Isabel, César, Miguel, Cristina, Julia, Javier, Miriam, Enrique... ¿Quién habrá pronunciado sus nombres?

Aquí no ha pasado nada. 6 días de vacío.