domingo, 27 de junio de 2021

Tú.

Yo vagaba. Paseando, mirando por mi rincón favorito, escupiendo letras, oyendo música que no escuchas. Sonó mi nombre. Sonó de forma distinta a la habitual, sin ese vacío expresivo de tu nombre en el pasillo. Sonó con alegría, no con esa monótona voz de las cuatro de la tarde, de la hora más esperada del día. Sonó mi nombre como fiesta. Creí oír otra música, aplausos, quizá fuegos artificiales. 

Fueron apareciendo. Candela, tan ansiosa y tímida, tan necesitada como lejana.

Apareció Mario, como si nada ocurriera. Con chuches en la mano, con ojos como relámpagos, queriendo escalar, pero yo no soy su Rapunzel ni esto un castillo de cuento.

Irrumpió Mateo, con su energía, con sus ojos intrépidos, luminosos, enormes. Con su amor en grito, con su enfado y sus brazos cruzados "¿Cuándo vienes a casa, papi? ¿Pero cuándo vienes?". Y yo, sin voz ni respuesta.

Phoebe fue un rayo, un inquieto cuerpo que no sabía qué buscaba, que no paraba sin poder olerme.

Y saliste tú, con tus ojos mojados, con tu cara de cansancio, con tanta belleza en el rostro, tragando saliva y hiel, con tu cuerpo a punto de temblar, suspirando un abrazo.

Apareciste tú. Y no nos derrumbamos, como ese último naipe que solo sostienes, como ese castillo en la arena que parece vencerse pero resiste la brisa y la espuma de mar. No nos derrumbamos, aunque por dentro se oía el eco de los escombros.

Limpiamos nuestras mejillas, sonreímos temblando. No paraba de mirarte. Tú, tan hermosa y cansada, tan preciosa e impaciente. Tú, hablando de la vida, esa vida que camina fuera, que suena desconocida. Visteis mi cárcel sin rejas, los barrotes de mi enfermedad, los cantos que me acompañan y también mi soledad.

No recuerdo más. El cabreo de Mateo, las chuches de Mario, la huida de Candela tapando el llanto. Y tus besos, tan lejanos, tan cercanos, tan necesarios.

No recuerdo más. Quizá llorar como un recién nacido. Quizá algún abrazo y el orgullo de sonreír. Quizá hir, cantar y gritar, como gritan los locos. Quizá la oscuridad de esta noche de luna nueva cuando te vas.

Diferencias.

 El mismo sol, el mismo azul, el mismo ruido de carros, las mismas voces, las mismas prisas, el mismo despertar, la misma ducha, la misma respuesta para su cuerpo sin camisa, la misma silla, el mismo silencio hasta que llegan las bandejas, la misma voz, con los mismos nombres sonando de fondo como voces de San Idelfonso, el mismo café, la misma mermelada, el mismo pan.

Tu vida en pocas palabras. La misma rutina, la misma taquilla, el mismo cepillo que abre sus cerdas confesando que no puede más, las mismas conversaciones, las mismas miradas, las mismas prohibiciones, la norma de la casa de la sidra.

Abrazar, cada día de forma distinta, a quienes consiguen que no todos tus días sean el mismo.

Miedo.

 Temo el mañana. La hora de la ducha, el desayuno, el caminar perdido, el tiempo de tensión, la tensión del tiempo, que no avanza, la llamada de la psiquiatra.

Temo quedarme, que mis últimas crisis aconsejen quedarme, que los temblores y las manchas en la piel no abran las puertas. Y no saber cuándo será, y no saber cómo veros, y no saber como ponerte mi pecho para que puedas llorar.

Temo el mañana, la voz de la psiquiatra, poder salir. Temo salir y abandonar este mundo aburrido y repetitivo, pero seguro para mí. Y para vosotros.

Temo salir, tener expectativas, hacer planes y que no sea capaz. No poder afrontarlos, decir que no, hablar, dar explicaciones, solo poder callar.

Temo salir y que todo vuelva.

Temo quedarme y no volver.

Galletas y mantequilla.

 Los días son una continua espera y más los sábados y domingos. En fin de semana y festivos no hay terapia, no hay consultas, no hay altas. Somos enfermos y enfermas de lunes a viernes y en horario de mañana. El resto de días, estamos ahí para tomar las pastillas y que vigilen nuestro comportamiento y ayude el personal de enfermería en caso de crisis, pero no hay ningún proceso curativo.

Han pasado 6 días de mi ingreso. Nadie me ha ofrecido sábanas limpias (las camas las hacemos los y las pacientes para "potenciar nuestra autonomía"). 

Un vasito de champú es la alegría de la mañana. Cerrar los ojos, sentir el agua de la ducha golpeándote y olores olvidados tras las puertas. Olores ajenos. No me permitieron meter mi bote y me han dejado uno... Bueno, un poquito en un vasito que hay que devolver porque no podemos llevar gel ni champú a nuestro baño.

El momento de la ducha es el único reducto de paz e independencia. Cerrar los ojos, sentir tu cuerpo, el agua deslizándose por él, no tener prisas para la nada... Hasta que tienes que volver a pulsar el botón que te concede unos segundos de libertad sensorial.

Libertad para soñar, para volar, para olerte como hueles en casa, para sentirte tú, desnudo de estos cada día más triste y anodinos pijamas. Nunca hay una talla grande para el compañero. Se le ven los calzoncillos. No pasa nada. A una compañera se le transparentaban las bragas. Es una tela fina, roída ya, mil veces lavada. A ella le han pedido que se ponga una bata para que no se vean sus bragas.

El viernes vinieron a afeitarnos. Ellas alargan las anchas pateras del pantalón para cubrir el bello vello que las avergüenza (aunque no debiera) o tratan de disimular sus cejas. 

La primera espera del día es la ducha. En verdad, no. La primera espera del día es eterna aquí. Si duerme poco, a ratos, con un zumbido incómodo, penetrante, que escarba en tu cerebro hasta despertarte a ti y a todas tus ideas. Y te apetece levantarte; salir; caminar; leer; mirar por la ventana; seguir a aquel insecto de 6 patas, panza negra y lomo blanco que ha decidido quedarse, quizá por placer, quizá porque su aleteo, como el nuestro, no es suficiente para alzar el vuelo, escapar y dejar su sombre atrás. 

Pero hay que esperar. A todo hay que esperar. Te despiertas a las 7, una hora normal, y hay que esperar. Te duele la espalda, tus piernas se entumecen, tienes calambres (¿efecto secundario?), la cabeza estalla, pero tienes que esperar.

Y mientras esperas, y mientras yaces como objeto inanimado sobre la cama, como la sábana, oyes el cambio de turno, los buenos días en el pasillo, las primeras risas del día que empieza. Crees oler a café, ver el sol chocando contra tu ventana, pero tienes que esperar. 

El día ha empezado. Ya hay luz en la calle. Una mujer corre por las avenidas mientras escucha música. Una joven pareja pasea por el puerto, un hombre hace cola en la churrería de La Data, ya hay televisiones encendidas en las casas, niñas eligiendo canal, niños despiertos acurrucados en regazos, una madre dando el pecho, una persiana que llena de luz todo el mundo que cabe en un un hogar, un bebé pidiendo sus coches, un padre preparando cola-caos, alguien tirando la leche en el mantel, 22 chavalas se meten en un autobús, las teles repiten las noticias del día anterior (faltan mujeres), un anciano lee el periódico mientras se tomá un café en la plaza, ella ojea lo último de instagram, las redes empiezan a discutir por algo tan importante como superficial, mi madre baja a por el pan antes de ir a comulgar, mi padre vuelve a cambiar el orden de la cochera y quita la última mota de polvo a limpio e impoluto coche, Patricia sale de casa con Phoebe mirando al norte, a ese patio vacío. 

Pero hay que esperar. Tu vida no empieza hasta que se abre la puerta. Y todo son prisas, y todo es lento.

La ducha, la ropa, abrir ventanas, subir persianas, sentir el abrazo de la primavera, conversaciones con mi compañero de habitación, conversaciones que se volverán imprescindibles y esperar. A que abran la puerta de la taquilla, a poder desayunar. 

Los días son una continua espera. Entre que se cierra y te abren la puerta.

Una espera hasta la siguiente comida ¡Benditas comidas!

Hay quien vigila, hay quien tiene prisa por retirar la bandeja, pero hay risas (y desobediencia civil). 

Ese auxiliar que no para de hablar y bromear, que esconde las natillas para que se las coma quien quiera más. Esa enfermera dulce, amable, que te habla con suavidad, que te pone las pastillas en tu mano como si fuera tu madre o tu mejor amiga, que vigila sin mirar.

Hay lo mismo de siempre para desayunar: galletas, que saben igual a las de hace 30 años, con ese sabor tan de hospital y enfermedad. Hay pan sin tostar, algo a lo que llaman descafeinado. A veces, magdalenas. Hay unos bollos secos, imposibles de comer si no se mojan en el oscuro y espeso cacao Lacasa que disfruta él más risueño de los pacientes. Hay monodosis de aceite, mantequilla, mermelada y tomate (el aceite y tomate, sólo para diabéticos. No preguntéis por qué). A pocos les toca fruta y no te dejan cambiar.

A mí nunca me ponen mantequilla. Como pan, mermelada, todos los pescados con salsa, todas las carnes con salsa, galletas altas en azúcar, cacao o zumos de bote si quisiera, natillas... Pero nunca me ponen mantequilla porque tengo el colesterol alto. Y es el momento más divertido del día, nuestro momento de revolución y rebeldía. Cambiarnos la dieta, untar mi pan, echar más galletas a otro tazón, repetir bollo de pan. Es un juego triste pero que nos hace libres, hasta que la sargenta nos separa como a niños de infantil. Mañana lo volveremos a intentar.

Mañana volveremos, medio a escondidas, con miradas pícaras y rayos en los ojos como niños pequeños, como niñas juguetonas, disimuladamente, mañana lo volveremos a intentar, perfeccionando el trueque para no ser descubiertas.

Mañana volveremos y se volverán a olvidar de quién tiene diabetes y pondrán galletas de más mientras vigilan que yo no unto mantequilla en mi pan sin tostar.

Y cuando acabemos, a esperar. Caminar, escribir, leer, escuchar música, mirar fijamente a alguien, sonreír, quizás hablar hasta que llegue la hora de la siguiente comida, de nuestro siguiente acto de rebeldía.


viernes, 25 de junio de 2021

La espera

 Aquí dentro todo es espera: esperar la hora de despertarse, esperar la hora del desayuno, esperar que abran el patio, esperar la terapia, esperar la siguiente comida, esperar que te dejen ir a la cama...

La peor espera es la de la llamada. Larga, tediosa, densa, espesa como el calor de la dehesa.

El día camina sigiloso y despacio, en una burla de tus prisas. Nunca llegan las 4. Y a las 4, varios ataques al corazón.

Cuando llega la hora y nada suena, cuando suena y el pulso se acelera, la pérdida de latido en esos segundos que tardan en coger el teléfono, contestar, escuchar y pronunciar un nombre. Son los segundos más largos, como el tiempo que pasa entre que quitas la anilla de una granada y explota.

Que pronuncien tu nombre es la bandera blanca en mitad de la guerra, el llanto de inicio de vida, el agua fresca de la garganta.

Otro nombre es una herida más, un arañazo en el reloj de arena, aumentar el ritmo en tus paseos sin destino por pasillos cada vez más estrechos.

Oír tu nombre. Escuchar tu voz. La espera siempre merece la pena.

Golpes.

 Hoy ha vuelto a salir a la ventana. 

Yo miraba una telaraña. Su madre se asomó. Yo levanté la cabeza. Ella apareció. 

Su contorno tras el cristal tintado. Yo no pude dejar de mirar. Ella sonrió y saludó. Yo levanté la mano. Hice algo parecido a sonreír. Pregunté qué tal, no supe sacar la voz. Ella mostró su cara por la ventana abierta. 

Tenía razón. Es hermosa, terriblemente hermosa. Tendrá 30 y pocos y es irremediablemente bella. 

Yo quedé inmóvil. mirando, cobrando el haber acertado mi apuesta. 

Giró su cabeza y me mostró su cara, tan hermosa, tan golpeada.

Yo quise matar. Matar a todos los malditos hombres, cobardes hombres.

Me miró. Levanté inocente el pulgar. Arqueé las cejas. Ella sonrió. Mantuvo firme el pulgar. Nos miramos. Evitamos cruzar nuestros ojos. Me quité la mascarilla para sentirme tan libre como ella, para mostrar mis heridas como ella, para creerme tan valiente y fuerte como ella. Dijo con la mano agarrotada adiós. Ella me correspondió. Ella lo hace mejor. Me retiré. Volví unos segundos después, ya no estaba. Sonreí. 

Habrá un día en el que salga no sepamos qué decir, hablarán nuestros ojos, compartiendo dolores en el silencio de las miradas.

Habrá un día en el que salga y yo ya no esté.

Habrá un día en el que salga y sea ella la que marchó.

Temo ese momento. Temo ese momento en el que la libertad sea su miedo y no encuentre las manos que sepan acariciar tanta belleza, que no sepan aguantar tanto valor.

¡NO!

No te acuestes.

No te levantes todavía.

No dejes nada en la mesilla.

No dejes ese libro.

No intercambies comida.

No vayas por ese pasillo.

No abraces.

No se permite el contacto físico.

No escuches música en tu habitación.

No escribas en esa sala.

No puedes quedarte con el lápiz.

No se puede salir al patio, hace calor.

No se puede salir al patio, hace frío.

No habléis durante las comidas.

No se ve la tele durante las comidas.

No entréis de dos en dos.

No hay camisa de tu talla.

No enseñes el canalillo.

No es decente.

No nos quedan batas.

No hay pantalones.

No te levantes.

No puedes tomar eso.

No hay terapia, es sábado.

No hay terapia, es fiesta.

No abras esa ventana.

No es hora de pasear. 

No puedes hablar tanto rato.

No bajes las manos mientras tomas las pastillas.

No puedes subir la persiana.

No puedes bajar la persiana.

No toques eso, es tu ropa de calle.

No dejes la pasta de dientes en tu baño.

No dejes el cepillo de dientes en tu baño.

Debes tener autoestima y confianza.



No estoy mal.

 Yo no estoy mal. No estoy enfermo, ni loco. Yo sólo vine aquí para ahorrar en el recibo de la luz.

Yo no estoy mal. No estoy enfermo, ni loco. Sólo necesitaba que el mundo se detuviera mientras yo no podía caminar.

Yo no estoy mal. No estoy enfermo, ni loco. Yo había dejado de ver los telediarios porque ya me los sé. Y hoy agradezco a La Sexta el esfuerzo. Ayer vi las noticias y todo seguía igual.

Yo no estoy mal. No estoy enfermo, ni loco. Sólo estoy algo cansado. El resto, el golpe sin riendas del destino. 

jueves, 24 de junio de 2021

Secretos

 Me gusta pasear y observar. Me gusta ver como crecen flores bajo las piedras, plantas hermosas, erguidas, con pétalos blancos, radiantes, con hojas duras pero suaves flores y plantas que han sabido surgir de la oscuridad y lo impensable.

Me gusta mirar por las ventanas, contar el número de plantas, fijarme en el contorno de los cuerpos, casi sombras, que caminan intranquilos, que hablan por teléfono, que consumen su incertidumbre en una hogaza de pan, en un cigarro que sólo dura dos caladas.

Me gusta el sonido de las persianas, persianas para abrir la vida al día, a la esperanza, a la búsqueda. 

Persianas que bajan para protegerse del sol cegador que te recuerda que hay un nuevo día fuera de esa habitación congelada y tu miedo.

Me gusta que, de repente, cruces una mirada inesperada, y algo cruja como una rama que ofrece sabia a tu corazón, como un pellizco que te despierta.

Me gusta su sonrisa, su forma de saludar, pensar que se asoma para verme y alegrar ligeramente su día sabiendo que no está sola, sabiendo que se abrirá la puerta o la ventana y tendrá un gesto afable en el que confiar.

Esa comisura de los ojos la delata. Es bella. Y coqueta. Esconde en el tintado del cristal cerrado un golpe que hace dudar de su cara, que rompió su confianza. 

Me gusta ver a los pájaros y sus nudos. Nidos de golondrinas que han hecho de nuestra larga sombra gris de hierros su casa, que nos recuerdan con sus heces, esas heces secas, blancas y opacas, que caen como lágrimas por las ventanas más altas, que es mundo les pertenece, que soy yo quien habita su tierra. Y me da lecciones de libertad, a mí, que tuve todo lo que quise.

Me gusta mirar por la puerta del patio. Me gusta mirar cuando no hay nadie y el sol gobierna. Cuando no hay nadie y la tormenta baila. Cuando no hay nadie y los insectos corren, revolotean, descansan a un sol que les pertenece.

Me gusta mirar por la puerta del patio cuando hay gente. Cuando mi compañero camina y da vueltas persiguiendo el cansancio que venza su sueño y le permita soñar, y no temer y callar.

Me gustan los corrillos. La sonrisa de él, que hoy tiene visita; la paz de ella, olvidada ahora de cuidar; de esta mujer  poderosa, callando todos sus males. Me gusta el vuelo rasante de mi amigo, siempre pendiente, cuidándome a la distancia. Me gusta la pasión de "la nueva", aunque su discurso cambie y su vida se confunda con otras vidas, pero con una vida en común de inteligencia, lucha, feminismo y entrega. A veces me recuerda a mi tía Cecilia.

Me gusta la locura de ella, pendiente de todo el mundo, desobedeciendo normas, tomando el sol o dormida, encerrando la muerte que la consume por dentro para que no la veamos nunca y sólo aparezca vida.

Me duele esa mujer, su mirada perdida. Admiro su testarudez, su firmeza, su fortaleza, sus momentos de conciencia. Una mujer hermosa, perdida de una película de Darín, un papel olvidado de una belleza pura. La enfermedad no borra la belleza.

Me gusta observar y estar solo. Y tengo miedo. Cada día soy más estas letras y menos el cuerpo que camina.

Tengo miedo. A seguir aquí, a salir, a ahogarme dentro, a no ser capaz de vivir fuera, a aislarme en mi música y secretos de lápiz, a salir y no poder hacer planes o que fracasan y la luz vuelva a cegar mis esperanzas y el ruido calle todos mis silencios y cantares. A que vuelva a aparecer por la ventana y me muestre sus golpes y, los fantasmas de tantas vidas, el terror de cada día. 

miércoles, 23 de junio de 2021

Un café y 6 churros

 Él sólo quiere tomar un café. Un café y 6 churros. Ser feliz con tan poco. Ser feliz como pocos.

Ser feliz con el recuerdo por construir de un café y 6 churros.

Cada cual aquí tiene sus propios anhelos. Además de lo obvio, echamos de menos las pequeñas cosas.

Un café. Hacerte un café que sepa a café. Hacerte un café a cualquier hora, a la hora que sea, a la hora que te dé la gana. Oler cómo huele el café y que todo sea silencio menos el brotar del agua mientras se hace el café.

Un café y una tostada. De aceite, tomate, sal, aguacate y jamón ibérico.

Y que no haya más sonidos ni más sentidos que el disfrutar de un café recién hecho una tostada crujiente, caliente de aceite, tomate, sal, aguacate y jamón ibérico.

Subir las persianas. Bajarlas. 

Estar solo, lavarme el pelo. Sentarme en el sofá, por qué sí, y ver las noticias, o escuchar la radio. En el sofá o en la camana.

Poner mi libro sobre la mesilla, cambiar las sábanas.

Sentir los dedos de Patricia perdidos entre mis rizos. 

La pasta de diente y mi cepillo en el baño, en el lavabo. La ropa interior en mi armario. Llevar una camiseta, unas calzonas, caminar descalzo.

No pedir que te abran la puerta de las taquillas para poder peinarte. Mi colonia. Mi desodorante. Ducharme ahora mismo. Ducharme y no esperar a la hora de despertarme.

Salir al balcón, asarme de calor, meterme dentro por el frío, quedarme para que el agua de la lluvia pueda limpiarme. 

Mi champú, mi gel. Mis olores. Mis sabores. Mi tacto. Elegir que hay de comer. Tomarme las pastillas y sentir que nadie vigila, saber que confían.

Dejar de tomarme las pastillas. Saber distinguir síntomas de efectos secundarios. 

Ver "El cuento de la Criada", lejos o en tu regazo. O esa serie tan aburrida que tenemos que terminar de ver. Poner el "911" o Lupin. Hacer el puente. Hacerlo mejor.

Hablar contigo, Llamarte cuando quiera, mandarte un puñetero whatsapp con un ¿qué tal la mañana? y un emoticono vulgar. Deciros unas chorradas, oíros reír a carcajadas. Besarte. Abrazar a alguien sin que nadie me grite. Irme a mi cama. Ahora. Cuando quiera. Irme a mi cama a llorar, o a reír o a cantar o a pensar. 

Tomarme un café y 6 churros. Sólo pido eso. Un café y 6 churros. 

Sucede que me canso de ser hombre

 Siempre me ha costado ser hombre. O ser un hombre tal y como dicen o parece que deben (debemos) ser los hombres. 

Siempre me han costado esas conversaciones vacuas, casi obligadas, de fútbol, de mujeres, de pechos grandes, de conquistas irrealizables, de coches, de cilindradas, de velocidad límite, de impuestos, de chistes que o hacen gracia y se repiten, de triunfales borracheras, de borracheras sin mujeres, de sueños con dormir en otras camas, de ilusiones infieles (porque no son deseos, sino ficciones, consuelos de dominios, de poder); de conversaciones de rencores y venganza, de golpes en el pecho, de carreras y competiciones de salario, de beber más y más rápido...

Siempre me ha costado ser hombre. O ser un hombre tal y como dicen o parece que deben ser los hombres.

Me es más fácil juntarme con mujeres, acercarme primero a ellas y poder permanecer callado, sin hablar de cosas de hombres, sin esperar mi respuesta de hombre, y escuchar sus distintas voces.

Así entré aquel día, entre aturdido y asustado. Me senté en la primera mesa repleta de mujeres, pero mujeres tan empeñadas en cuidar, tan ocupadas en otras personas, en paliar dolores ajenos, en ayudarlas a levantarse, que parecen haberse olvidado de ellas mismas y su cura, de su propia voz.

Al fondo, las risas y las miradas vivas, como en la parte trasera del autobús escolar, de las excursiones de instituto. Así las conocí y no me equivoqué.

Tapaban su negrura, resplandecían y me curaban. Hablaban de la vida, sanaban tus heridas, mostraban cicatrices, nunca enteras, escondían siempre las más profundas y bellas.

Una, luz constante. Cuando desaparecía, el cielo se oscurecía como devorado por una boca de metro.

La otra, puro poder. Toda la fuerza con la que fue acumulando piedras hasta sepultarse en otras voluntades. Pero encontró un lugar por el que empezar a cavar, y miraba con ilusión y hablaba. Y la razón se sentía en sus palabras.

Y ella, su alma gemela, sonrisa constante, el abrazo preciso, el llanto para lavar otras mejillas. 

Siempre me ha costado ser hombre y me he acostumbrado a acercarme a mujeres, a escuchar sus vidas, a aprender y compartir sus luchas, a callar y mirarlas, a ser invisible hasta ser yo. Yo me acerqué, y conmigo vinieron otros hombres. Hombres fuertes hundidos, hombres silenciosos que te hablan con claridad con una mirada, con unos ojos que te escuchaban, comprendían y abrazaban. hombres que un día, y otro día, poco a poco, abrían la caja de pandora que guardaban sus bocas para confesar sus miedos, penas, delirios, culpas y secretos inconfesables que se sólo se confiesan a mujeres como ellas.

Y fui feliz. En medio del derrumbe, fui feliz. Aprendí a ser feliz. Me permití ser feliz y ser hombre, pero no un hombre tal y como dicen o parece que deben (debemos) ser los hombres. 


Bichos

 ¿Qué bicho es ese que recorre, como si de un scalextric se tratara, el contorno de la puerta? ¿Qué bicho es ese qué se golpea contra el cristal guiado por la luz?

Tiene 6 patas, panza negra, y un lomo blanco y brillante al que la negrura le amenaza con devorar (como todo aquí)?

¿Qué bicho es ese que espera boca arriba el momento de la huida? ¿Cómo ha entrado? ¿Podrá escapar? ¿Podré ser yo ese bicho de 6 patas, panza negra y lomo blanco al que la negrura le amenaza con devorar? ¿Podré escapar como y él, pasar desapercibido para el resto de ojos como él cuando decidió entrar?

¿Qué bicho es ese que permanece aquí, inmóvil como el sol, como las sombras, como el reloj, como el tiempo, como el calor (como todo aquí)?

¿Podré ser yo ese bicho cuando se mueva, como sólo lo hacen las nubes blancas, nubes blancas como su lomo?

Yo no necesito volar, ni escapar, sólo necesito atravesar esta puerta, como ese bicho, y pasar desapercibido, para entrar en mi habitación sin ser visto.

¿Podré ser yo ese bicho que ha decidido entrar y que trata de levantar el vuelo con un torpe aleteo ante la inmovilidad y la ignorancia de todo?


martes, 22 de junio de 2021

Miedos

 Tengo miedo de que suene el teléfono, oír tu voz de mil vidas, que preguntes "¿qué tal?" y tener que decirte la verdad.

Hay días en los que la música cura, sana mis oídos y mi cabeza, que llena de gorriones el nido de mis ideas.

Hay días en los que la música hiere, la misma música, las mismas canciones, retumba en oídos y cabeza, como golondrinas incapaces de romper el candado de su jaula.

Tengo miedo de que suene el teléfono, pronuncien tu nombre y escuchar tu soledad.

Por mi ventana

 Hoy he visto a una mujer en la ventana. Acababa de encender un cigarro que ya apuraba.

No sé si por aliviarse en un par de caladas, no sé si por sentirse observada, estrelló la colilla contra el alfeizar, como quien escribe todos sus miedos y vergüenzas en una libreta y cierra y aprieta la tapa con fuerza para que no ser descubierto.

Hoy he visto una telaraña. Una fina y blanca telaraña. Una telaraña al otro lado de la ventana, de la que colgaba una pequeña araña. Tan pequeña, tan invisible, tan frágil a cualquier golpe, aun soplo de alguien que la separe del hilo del que pende. Tan fuerte, agarrada serena y valiente a ese hilo que es aquí mi vida, construyendo su salida, su fuga: una tela de araña alta y ancha en la que no haya vendaval que la venza ni la haga caer.

Hoy he visto dos pájaros en un andamio, bajo escombros de un techo que se rompe, de un boquete que se mantiene ahí, día tras día, como una boca negra sin dientes, esperando el momento de devorar al andamio, a los pájaros y a las vidas que arrastra el derrumbe.

Hoy he cantado a los pájaros. Ellos me han mirado, me han escuchado y han observado mientras bailaba. 

Hoy he estado con un amigo. He puesto música, he cerrado los ojos, me ha dado la mano, nos hemos echado la siesta porque estábamos destemplados, hemos andado descalzos por el suelo ardiente del patio, bailando y aullando al sol. Y él me ha cantado. Me ha recordado todo lo positivo, me ha hablado de mi perrina chica, se ha inventado un futuro para las arañas, me ha desnudado de culpa, se ha burlado de ella, recordado la palabra amor sin pronunciarla, me ha regalado versos y una caja vacía llena de luz. 

lunes, 21 de junio de 2021

Seremos

 Seremos una cinta borrada, imágenes pasadas, ocultas en ningún sitio.

Seremos un número más, una estadística, una falsa victoria, una triste medalla.

Seremos un breve, una mentira en la radio, un discurso de moda.

Seremos una promesa arrugada, una servilleta que se cae de la barra.

Seremos sombras, ni siquiera recuerdo, rostros borrosos, desvanecidos en la memoria.

Seremos cuerpos ocupados por otros cuerpos que será lo mismo que seremos.

Seremos olvidadas, seremos invisibles, los últimos de los últimos de una enfermedad enjaulada

Seremos palomas de un truco de magia.

Pero seremos.

Seremos hombres y mujeres fuertes, vivas, inocentes

con un dolor apagado, ignorado que nos hará ser lo que seremos.

Seremos padres felices, madres orgullosas, hijos buscando un abrazo, trabajadoras de lo que queramos

obreros de nuestra vida.

Seremos olvidadas, invisibles, los últimos de los últimos

pero seremos nosotros y nosotras.

Seremos, porque fuimos.

* Insipirada en "Porque fuimos" de Ismael Serrano y su disco "Seremos".

Como los locos

 Quiero gritar como gritan los locos

salir al patio, alzarme a un banco

o a los barrotes de esta jaula sin techo

de esta cárcel sin presos

y gritar.

Gritar como gritan los locos,

gritar tu nombre, tu rostro

tus lunares.

Gritar alto y soñar

con que me oís

y salís a la calle, también gritando

como gritan los locos

y escuchar vuestra música, y veros bailar

como lunáticos.

Y danzar, llevado por vuestro canto

por la suave mañana

por la brisa del campo.

Quiero gritar como gritan los locos

y decir que te amo

y que estoy bien

Gritar te quieros y todos vuestros nombres

y escupir con mi grito

todos los males, todo lo negro

de este día luminoso.

Quiero gritar como gritan los locos

Y levantar el vuelo de gorriones

y las cabezas

de quienes pasean cabizbajos

por debajo

Y hacerme visible, y hacernos humanos.

que oigan nuestro grito

que sepan que estamos

que sepan, sobre todo, que somos

que no estamos locos.

Quiero gritar como gritan los locos

gritar a sus ojos

y decir que me enfado

que odio el racismo, la homofobia, el machismo

que no me hacen gracia

sus chistes, sus burlas y comentarios

que abrazo los llantos.

Quiero gritar y que nadie me pare

que se sumen cuerpos

a estos barrotes, a los balcones

y griten para dejar de ser cuerpos

y ser almas

que gritan su alegría, su miedo

sus agobios, sus esperanzas

sus dudas, sus quebrantos.

Quiero gritar como gritan los locosl

y que sea sólo un grito

el que estás deseando

y que sea el grito el que cure la cordura

y nos permita ser

locos.

Benditos, maravillosos, sabios locos.

Quiero gritar como gritan los locos

y que gritemos sin sentirnos locos.

domingo, 20 de junio de 2021

Ojalá no te hubiera conocido nunca

 Tez morena, ojos negros, mirada penetrante, embriagadora. De esas miradas que te embrujan. Un color azabache en el que perderse y ver toda la vida, la ilusión y el dolor. Mi cabeza ha congelado esos 10 segundos en los que por primera vez cruzamos las miradas, en esa ronda de reconocimiento que es el primer paseo o la primera comida común.

Me miró y sentí los taconeos de una noche en Sacromonte, el aroma del río Darro, el rugido del Jerte, la resistencia del Puente San Lázaro, su belleza robada, las noches de supervivencia ante miradas siempre de culpa y sospecha.

Hablaba poco pero decía las palabras exactas.

Y en ese alma de poeta abandonada, incomprendida, cantaba y soltaba toda su energía, su alegría y su furia. Una enfermera salió al patio para callar la fiesta. Bendita locura la que vence a los cuerdos.

"Ojalá no te hubiera conocido nunca", chillaba subida al banco. Ojalá.

Se fue sin despedirse, aunque ya había cantado la despedida precisa.

En su alegría de salir, posiblemente, su condena. En su curación, su enfermedad. Cuantos gritos y llantos encierran estas paredes, estos pasillos, cuántos secretos cuenta este edificio a las nubes. Secretos vistos por todos, callados por todos.

Mujeres que sabes maltratadas, por hombres, por prejuicios, por la vida. Mujeres que han sido violadas, que han vivido rodeadas de golpes y violencia. Mujeres que no han tomado malas decisiones sino que jamás tuvieron buenas opciones. Mujeres que anhelan una libertad que las tendrá más presas que estas largas mañanas, que estas eternas tardes de luz cada vez más blanca e insoportable, más artificial y carcelaria en la que sólo esperas la siguiente comida. 

Salir de la rutina que te aturde, te trastorna y te domina. Salir a un exterior que será otra cárcel sin patio, sin rejas, donde cantar "Ojalá no te hubiera conocido nunca" mientras le das la mano.

sábado, 19 de junio de 2021

10 días.

Hoy se cumplen 10 días desde que salí del hospital. Y todavía me preguntó para qué entré y por qué salí.

10 días en los que no hay mejoría ni cambios. Ni siquiera podría hablar de una adaptación a la vida exterior. Aquellos 9 días en el hospital son un espacio en blanco, un tiempo acabado en medio de mi mismo mal. 

Algo he mejorado. Parece que controlo mejor la ira en los momentos de mayor saturación, aunque a veces grito y pierdo la paciencia mientras mi cabeza estalla y no pienso en el suicidio, aunque sigo sintiendo que estorbo, que arrastro y que no valgo durante muchas horas del día, durante demasiadas horas. A veces no sé si no lo pienso o lo omito y me lo callo. El motivo de entrada fue la idea estructurada de un pensamiento suicida. Sólo basta con decir que no para seguir fuera, para evitar volver. Y todo parece que va bien para el sistema sanitario. Y no es así. 


No ha mejorado nada más. O al menos así lo percibo. Los dolores de cabeza son constantes, los dolores en el pecho son intensos y continuos, los mareos y la sensación de confusión son cada vez más frecuentes, han vuelto las pesadillas que aparecen nada más cerrar los ojos, con lo que me impide conciliar el sueño y tomar un descanso, sobre todo a la hora de la siesta, las crisis de ansiedad han aparecido prácticamente todos los días, algunas vez con fuerza y virulencia, incapacitándome para moverme o coger cosas con las manos, forzándome a andar despacio y agarrándome a la pared o a posamanos. 


La tristeza no desaparece. Hay risas pero no alegría. Mis esfuerzos se centran en tener ratitos de juego o conversación tranquilos con Patricia, Candela, Mario y Mateo, un esfuerzo que pago mientras mi cabeza hace intentos de no estallar y mi corazón de no salirse del pecho.


Me siento totalmente inadaptado. Siento que salí sin estar preparado, pero que no lo hubiera estado aunque mi ingreso durara más días. Es más, es mucho tiempo alejado de tu familia, de tus rutinas, encerrado en una falsa burbuja que se estalla sin preparación real, con poca ayuda. Salimos del aislamiento en el que nuestro mundo son las personas con las que estamos encerrados, que te aceptan tal como eres sin cuestionarse nada y entendiendo qué te pasa y dejándote actuar, al mundo real con plena desnudez. Desnudo yo y desnuda mi familia y mis amistades.

Y vives entre lo que no quieres hacer y lo que no te atreves.

Siempre me costó hablar por teléfono, pero ahora, simplemente, no puedo por muchas ganas que tenga de conversar con esa persona.

Salir de casa es un reto que sólo se alivia con Phoebe como escudo, a un parque con la familia prácticamente aislados o en mis paseos, amparados y encerrados en mis canciones y mis cascos.

Y no hay normalidad. Yo no sé qué hacer, ni cómo obrar, ni qué pedir ni qué cojones quiero. Y mi familia, mis amigos, mis amigas, están igual.

No saben cómo actuar, cómo tratarme, si llamarme... Y lo entiendo.

Yo quiero salir pero no puedo. O me arrepiento. Yo quiero dar pasos pero no sé cómo.

Me gustaría que me preguntasen, que hablaran conmigo, pero sé que muy probablemente no contestaría o me abrumaría.

Y, sin embargo, me siento desplazado al mismo tiempo que quiero estar alejado de todo y solo. 

Salir del hospital significa simplemente salir. Salir y afrontar desnudo la tormenta que ya caía. Y hacer planes y llorar. Y querer encerrarte, sentirte incapaz. Todo igual que hace 19 días. 

No querer suicidarte es la única curación. Nada de lo demás se arregla. Es más, diría que todo lo demás se deteriorara porque la ruptura de la burbuja te ha llevado a una realidad que se ha trastocado, con más precaución, más miedo y el mismo desconocimiento.


Y se supone que tengo que estar así hasta el 23 de agosto que tengo la siguiente consulta, y que las pastillas (que nunca han funcionado) me irán regulando e iré mejorando. Pero no ocurre.


Hoy quiero ir al cine. Jugar a algo, ver el final de El Cuento de la Criada los dos tumbados. Y que luego venga el tío Carlos para ver el fútbol.

Hoy me pasaría el día encerrado, tumbado y llorando.

Hoy han empezado las vacaciones.

Nubes

Es viernes, aunque da igual. El día no se distingue de cualquier otro. Aquí, cada día es idéntico al anterior. La luz, los pasillos, las horas, las conversaciones... 

Sólo mirar las nubes me recuerda que es un día diferente. 

Las miro y pierdo la noción del tiempo, si bien el tiempo siempre es igual y desconocido. Desconozco si pasa o si siempre es la misma hora. Sólo tienes constancia de él cuando tocan las comidas o empieza a sonar el teléfono. Su timbre es como un reloj de cuco que te afirma que el tiempo transcurre aunque, en realidad, todo sigue igual. 


Aquí da igual, alejados del mundo de fuera: del timbre del colegio, de la aguja amenazante mientras Mateo no se duerme, de la hora del café, que puede ser cualquier hora pero aquí siempre es la misma, de las calles abarrotadas, de los embotellamientos, del sonido de cláxones y de coches en las aceras, del florecer de niños y niñas en los parques, de su cansancio al caer la noche, de tus párpados cerrándose a la luz del televisor.

Aquí no se hace de noche, sólo se bajan las persianas. Pueden estar bajadas todo el día, dando una oscuridad perpetua que sólo rompe la luz extremadamente blanca de los fluorescentes. 

Por eso me gusta mirar a las nubes. Ver las nubes y los pájaros.  

Hay un rincón, por el que casi nadie camina salvo que la hora de abrir la puerta del patio haya llegado. Nadie sabe qué hora es esa. Y mientras llega esa hora, me siento ante una puerta sin persiana y veo. Veo nubes y pájaros.  

Veo nubes. Su cambiar tranquilo, sus miles formas distintas a las del día anterior, a la de hace unos instantes.   

El mundo se mueve, todo se mueve y lo sabes porque las nubes muestran distintas caras. Algunas, hasta sonríen. 

Yo sonrío con ellas, y siento mi cuerpo en una cama de algodón. Volando alto sobre ellas. Nubes altas, sobre cumbres verdes y rocosas, huyendo de la rugosidad de canchos y cortezas, de la belleza áspera de los olivos y alcornoques. Nubes que han soltado esa sombra que me persigue, que me ata al suelo, que tira de mi hacia la oscuridad de un pozo negro, profundo, igual sin final, como los días. 


Este lugar está lleno de pozos negros que anhelan un cubo que sacie su sed. Y, sin embargo, ante tanta negrura, rebosan agua y resplandecen hacia fuera, hacia el exterior, hacia el resto, con los rayos de un sol generoso, suave y plácido, que te acaricia, que se enreda con el viento entre tus cabellos y tus dedos, esos dedos descalzos –o en chanclas, como único acto de libertad- que buscan calor, frío, algo que les recuerde que están vivos, que se alivian y se refrescan en las cristalinas aguas de un pozo negro.  


Es increíble como resplandece el agua reflejando la luz de otros, regalándote tu luz pese a la negrura de su fondo, pese a los ojos tristes, pese a las tinieblas que se hunde hasta las entrañas. Es increíble cuanto calor da un mundo tan sombrío, regalando los abrazos que te faltan. Dominan tus sombras, las hacen desaparecer a costa de gigantes monstruos que guardan y esconden en su interior y a sus espaldas.  


Y veo a los pájaros. Tan libres, jugando con corrientes de aire, como burlándose. Vuelan sin fin, van y vuelven, se alzan hasta que no ven sus sombras, esas sombras que caen sobre ti, o sobre edificios tan inmóviles como el día, tan iguales a cada hora, tan silenciosos y tenebrosos, callando un dolor que imaginas y te retumba. 

Y quieres ser pájaro. Volar sin pensar y ver esta eterna repetición desde las nubes, con la distancia en la que el dolor desaparece y los pensamientos se los llevan las gotas evaporadas de esta primavera calurosa y el suave susurro del viento.  

viernes, 18 de junio de 2021

No me llames cariño

 Tiene una piel suave que oculta su edad, tiene una mirada ausente, pero vivaz. Cuando se fija en ti es como si el mundo sonriera. Es dependiente, pero no se deja gobernar. No habla, a veces no come, pero disfruta como nadie cuando los dolores (y sabores) se lo permiten. 

Habla con su rostro, con sus gestos, con su cabeza, con unos ojos que no dejan indiferente a nadie y que contienen más palabras que cualquier libro. Yo me la imagino de joven, en la playa, tendida al sol y enamorando a cada uno que pasaba por su toalla o que la veía entrar en el agua. Tan fuerte, tan firme, tan segura de sí misma, tan poderosa.

Porque sigue siendo poderosa y atesorando una gran fortaleza, aunque sus manos y su caminar traten de engañarnos, de embaucarnos. 

Es una mujer a la que quieres sin saber nada de ella. Tiene ese brillo en las pupilas que sólo tienen las buenas personas, y cautiva con secretos que no puede contar.

Junta a ella, siempre Sol. No se separa de ella. Esconde toda su tristeza, todos sus problemas para acompañarla. No es cuidarla, es amistad. 

Sol habla poco, huye del ruido, de nuestras ansias de libertad y risas.

 Vive con su amiga, cuidándola, en esa vocación que ha asumido como obligada, quizá por ser mujer, que hace con la generosidad y el amor que ningún hombre alcanzará si no decidimos cambiar y emularlas más a ellas.

Las miro y veo a mi madre, con toda esa vida de manos forjadas para acariciar. 

Ella es distinta. A mi me cuesta hablarla, pero no la dejo de mirar. Tiene el atractivo de esas chicas a las que queríamos en secreto en la juventud, a las que mirabas desde tu pupitre intentando que no se diera cuenta, sin ser capaz de articular palabra, mientras ella se hacía la distraída aunque lo sabía.

Hay algo en esa piel, en esos ojos, en esa boca sin dientes que esconde un mundo en el que me gustaría entrar para perderme en su vida, conocer cada una de sus cicatrices y entender esta sociedad que la encierra, que la ha otorgado un lugar en una sombra que deshace con su rubio y suave pelo.

Yo no me había percatado de ella. Cuando llegas, a penas tropiezas con cuerpos. Cruzas miradas tristes, observas labios que besan, con la monotonía de prostitutas abatidas y cansadas, forzadas y resignadas, tazas de café que saben mucho a plástico y nada a café. 

Mi primer recuerdo es Manuel. Manuel no para. Camina y camina. Es puro nervio. Se cruzó conmigo, se presentó. Me preguntó. Hablamos como quien espera el ascensor, pero aliviando la sensación de querer subir solo. Consiguió que la abrupta caída fuera más agradable, más familiar.

En esos momentos, hablas poco. Caminas por inercia y te dejas llevar. 

Entras en el comedor y ahí están esas miradas, aparentemente absorbidas por el apagado azul del pijama, quizá en otros lugares más bellos o cálidos, en otros hogares. 

Están esos gestos, ya casi mecanizados. Colocas la bandeja, abres el paquete de galletas, las hundes con tu ánimo en la taza hasta que el café y su sabor a nada desaparecen absorbida por una masa espesa, anodina. Todos los días las mismas galletas, la misma taza, la misma rutina. Hasta que un día tu acto de rebeldía es no comer galletas.

Sólo rompe la monotonía sol. Deja su bandeja, olvida su taza y su merienda, y miga las galletas en la leche de ella. Las miga como lo hacía tu abuela en aquellas mañanas de verano o fin de semana. Un simple gesto que te eleve y te saca de la sala, te traslada al salón de una casa de vacaciones, al griterío de tus hermanos y primos corriendo y saltando por pasillos y sillas, despertados por el inconfundible crujir de las galletas y su chapoteo en un tazón enorme, con 4 ó 5 cucharadas bien tupidas de Cola Cao. 

El gesto de sol te lleva a tu infancia, te hace olvidar el lugar en el que estar y la comida sabe a recuerdos.

Pero la infancia se desvanece y muere, como por un disparo, cuando escuchas a una enfermera decir "cariño".

Has despertado de tu idilio, del recuerdo onírico, de lo que nunca sucedió, de la infancia de Sol y de ella, de un jardín de felicidad que es tu niñez, De las mañanas en familia, los desayunos en calzoncillos, en una cocina pequeña y llena de grasa, los "cariños" de tu madre o de tu abuela, cuando te preguntaba "¿quieres más, cariño?.

Me entran escalofríos. ¿Cómo la misma palabra suena tan distinta? ¿Cómo la misma palabra puede tener un significado tan opuesto?

No me llames cariño, si no me conoces. No la llames cariño, si no sabes nada de ella. No la digas "Cariño", "qué guapa es mi niña", "mira qué bonita", como si fuera un bebé, o un subser, como si fuera un objeto que no entendiera lo que dices. 

Tengo nombre. No puedo hablar, casi no puedo caminar, necesito ayuda para comer pero soy igual que tú. Tengo un nombre. No me llames cariño.

jueves, 17 de junio de 2021

La puerta

 Entré convencido. Patricia me agarraba la mano, quizá tenía un ligero temblor de piernas. Habíamos llorado, habíamos hablado de todo lo sepultado, sacamos esa arena que cubría las sábanas, el polvo que impedía vernos, la arcilla que hacía aspira las caricias. Desenterramos toda la distancia que había entre nuestros cuerpos, construidos por el silencio, un silencia de hospital, de tanatorio, un silencia que no sabes cómo romper y que siempre se esfuma y resquebraja con la palabra más inadecuada, aunque sea un te quiero.

Ansiosos de cariños y abrazos, de dedos enredados en mis rizos, en su pelo, nos habíamos despojado de todo eso. Caminábamos desnudos de culpas, de prejuicios, con las más coloridas ropas de la confianza y el negro verdoso de un miedo esperanza, como cuando te vas a meter en el río y las tierras se remueven, todo se vuelve difuso, borroso, inestable, pero tu pie encuentra una piedra que te hace respirar, erguir el cuerpo, sentir firmeza y seguridad pese a todo lo resbaladizo. 

Pie en piedra, agarras su mano con la confianza olvidada. 

Tengo un recuerdo luminoso. Silencio. Pasillos blancos y amplios, puertas coloridas, salas cómodas, miradas que ya eran familiares, la luz del sol proveniente del patio, una luz que te absorbía y te transportaba a nubes y montañas, a los canchos de tu infancia.

Y daba paz.

Vi por esa ventana de luz y recuerdos a Mario y Candela escalando, a Mateo corriendo sin rumbo, a Hugo jugando en la fuente con Antonio, a Phoebe, ya cansada, en los brazos de Patricia. Todo ante la siempre fija y pacífica mirada de vacas que rumiaban hierbas secas, hojas verdes y mis malos pensamientos.

Todo cambió al cerrarse la puerta. Ese sonido se me repite. Es el sonido que lo domina todo. Es el eco que permanece entre pasillos y habitaciones, atrapado entre paredes, retumbando y rumiando.

Todo cambió. No recuerdo el beso, ni la ropa que llevaba. Recuerdo su mirada, triste, cansada, confusa. Recuerdo dejarla atrás, esperando. Recuerdo el terror, el llanto, el nudo en sus ojos.

Recuerdo atravesar la puerta, el estruendo al cerrar, un estruendo que no sé si fue real o fruto de mi tormenta. Y recuerdo como el pasillo se hizo angosto, las paredes se agarrotaron, la luz se volvió gris y aburrida; el suelo, pesado y las miradas, desconocidas.

No recuerdo el camino a mi habitación. Recuerdo querer estar solo, creer estar solo y escuchar "Esta es tu cama". Y como el tiempo se detuvo pero todo se aceleraba. 

- "Vístete. Esto, no. Esto se lo lleva tu mujer. Te has traído muchos libros ¿con cuáles te quedas? Tú vístete, ya los recojo yo. No perdamos tiempo. Esto no lo puedes usar aquí. Esto no te vale. No toques, tú, vístete. Esto se lo lleva tu mujer. ¿Los cascos? No, no, no... 

Aquí no puedes tener cuadernos ni bolis. Vístete, ya lo guardo yo para que se lo lleve tu mujer. Venga, que estamos perdiendo el tiempo. ¿Ya estás vestido? Lleva esto a tu taquilla. No, eso no. La ropa la guardo yo. Eso, a la taquilla. En la habitación no puedes tener nada. El cepillo y la pasta de dientes, a la taquilla. Este desodorante no vale ¿Colonia de cristal? No, hombre... Las llaves y la cartera aquí no las vas a necesitar. Ya veo yo qué se lleva tu mujer de todo esto ¿estás?

Vamos a la taquilla. Puedes entrar cuando quieras. Yo le doy esto a tu mujer. Vamos."

Y salí de la habitación, callado, perdido, desposeído de todo, de mi ropa, de mis libros, de mis olores, de mi mirada. Caminé con unos pocos calzoncillos en las manos, un peine, un cepillo de dientes malgastado y el enjuague bucal sobre ellos y un par de libros que elegí al azar.

- "Éste de qué va?

- No sé. Me lo he traído porque no lo he leído.

- Aquí biblias no.

Creo que sonreí negando con la cabeza. 

Me dejé llevar por aquella silueta larga y oscura, como un ciprés, que sostenía en una mano una bolsa de basura con mi ropa, una bolsa atada, bien cerrada, que no podría volver a abrir. Y en la otra mano, mi mochila y todo lo que de mí quedaba en ella.

Me quedé colocando mis cosas, no sé muy bien cómo, mientras mi vida entera desaparecía con esa mujer saliendo por el pasillo.

Patricia recogería mis sobras, o lo que quedaba de mí. 

/Yo salí de la sala de las taquillas. Vi algunos libros y cuentos, no me fijé en champús y colonias. Vi nombres y números hasta que cerraron con llave. Todo lo que me quedaba, mi sensación de limpieza, algunos poemas, quedaron atrapados hasta la próxima hora de apertura o que el momento de necesitarlo fuera el oportuno.

Volví a escuchar la puerta y a sentir la sombra del ciprés, ya con las ramas vacías.

martes, 15 de junio de 2021

Tormenta

 Cuando todo es silencio,

salvo el canto de los grillos, 

de alguna cigarra o de una culebra, 

del aullar de perros alejados del ruido


Cuando todo es oscuridad 

menos la sonrisa tímida de la luna

el estallar de una lejana tormenta de luz

o la puerta de Urgencias, siempre con gente.


Cuando todo es quietud, 

hasta el baile dormido de los juncos, 

hasta la suave caricia del viento, 

hasta las luces de la ciudad, que parecen parpadear.


Se hace la noche y suena el silencio, 

Intento callar mis gritos, alejarme del ruido.

Todo duerme. Cada uno en su cama, con un beso de buenas noches.


Ya no hay nadie en el patio. 

La nada se apodera de las plantas

Y yo aborrezco la idea de volver dentro

Pero he olvidado como se vive fuera.


Y aquí, en lo alto de la ciudad, 

alejado de mis miedos

De mis odios

Y de mis bondades,

Aquí, en esta roca áspera y dura, me siento

Para descubrir qué siento 

Si todavía siento.


No me quedan lágrimas pero si tristeza

No me queda alegría pero sí sonrisas

No quiero la muerte, pero tampoco la temo

Quizá la persiga

Quizá me persiga.


Aquí, atraído por el olor a lluvia, 

por los rayos de tormentas eléctricas,

Aquí me siento y pienso

En todo lo que me pesa

Y temo no volver 

Y quiero no volver

Y sueño con dormir aquí 

Y que al despertar haya otro amanecer.


Cierro los ojos. Emprendo la marcha. 

Ruge el viento, el aire de tormenta, 

se sacuden los arbustos, golpea con violencia una papelera. 

Todo es oscuridad. No habrá amanecer