jueves, 19 de mayo de 2022

Hablar de ti.

 Me cuesta hablar de ti. Nombrarte, que seas pasado, no usar el presente al referirme a ti. Me duele.

Me cuesta hablar del dolor, de la pena, de la tristeza, de todo lo que siento. Me resulta más cómodo expresarme a través de estas letras, decirlo alto y a la vez a todas las personas con las que lo quiero compartir o que me quieran escuchar, entender y abrazar aunque no digan nada. Pero es hacerlo de una vez. 

Me cuesta dar explicaciones, exprimirme por dentro, hurgar en las entrañas, en la arena seca de mis manos al sentir la muerte tan cercana, tan presente. 

Y lo he tenido que hacer. Hoy me enfrentado otra vez a ese sufrimiento. He dado ese paso, no por valentía, ni siquiera por necesidad, sino dentro de la terapia, por obligación. Cierto es que uno se libera al sacar de dentro tanta impotencia, tanto llanto encerrado, tantas lágrimas cobardes contenidas, que es sanador pero también te lleva al abismo, a un acantilado donde sólo ves rocas y no divisas mar, ni oleaje, donde la brisa te quema hasta cegarte. 

He hablado de ti. He vuelto a tomar consciencia de la cercanía de los tiempos. Todo parece tan lejano y, a la vez, tan inmediato. Tu muerte ha hecho casi olvidar el calvario del mes en el hospital, lo ha reubicado e, incluso, había desaparecido de la memoria. Parece que ocurrió hace años, y no hace 50 días que estabas en casa, esperando una visita, hablando conmigo por teléfono contándome cómo estaba mamá. Hoy no sería capaz ni de decirte cómo se siente, como su rostro se ha apagado, como se pierde su mirada, la ausencia en la que a veces se convierte. Repaso esas últimas veces que creía olvidadas, que han aumentado su distancia con tu adiós pero cuyas cicatrices aún siguen abiertas, sangrando y llenas de sal. Aquel 26 de marzo, aquella última vez, aquellos últimos besos recibidos. No hacía ni una semana que yo había salido del hospital. Todo parece tan alejado, casi olvidado hasta que lo verbalizo y lo siento presente, como si todavía estuviera pasando, como si no hubiera pasado. Hoy, por un momento, creí poder encontrarte por la calle paseando. No hay tristeza mayor que saber que no será así. 

Me cuesta hablar de ti y, sin embargo, lo hago. Hablo y te recuerdo. Tu simpatía, tus bromas y tus vicios y enfados. Tu cabezonería y tu generosidad. Nos veíamos menos de lo querido pero todo lo que pudimos. He dejado atrás la culpa o la sensación de no haber aprovechado el tiempo lo merecido. Hicimos lo que pudimos. Nos quisimos, te quiero y te añoro. Las primeras veces de todo aquello tan asociado a ti me lleva a primeras veces de tu feliz recuerdo: cuando compramos el vídeo, el Opel Corsa, las tardes en nuestras fincas de invierno y de verano, las partidas de carta (la escoba se me daba tan bien), aprender a jugar al 31 o al tute, el día que compramos la minicadena, el sabor de los triángulos de chocolate, aquella tarde subiendo por las máquinas y las obras del Arroyo Niebla, la entrada de Cáceres, la piscina del Santa Marta, las vaquillas de Mirabel o Serradilla, Madrid y Valmojado, Alcorcón y aquel concesionario, tu polvorienta pero ordenada casa y el olor a pescado del pijama de José, el viaje desde el aeropuerto, aquellos edificios gigantes en los que empezar el resto de tu vida... Tú, al fin y al cabo.

Me cuesta hablar de ti, por eso te escribo. Así lo hago todo de una vez, como esa tirita que tapa tus heridas y te desgarra la piel.

martes, 17 de mayo de 2022

Todavía

Esta tarde iremos a elegir la lápida para el nicho de mi padre. No sé me ocurre homenaje más atroz y doloroso. De todos esos trámites que tiene la larga despedida, nunca me puso a pensar en este momento. Todo lo que tenía que ver con el cementerio lo había olvidado, lo había ignorado, no sé si consciente o inconscientemente. Uno sabe de obligaciones que han de pasar, como las horas en el tanatorio, la misa, el pésame, llevar el peso de su cuerpo en el ataúd en tus manos, la herencia y preguntarte qué hacer con todas esas cosas que son suyas, que tienen su aroma, que te queman las manos y el recuerdo. Pero no cae en pequeños detalles como tener que elegir la lápida y las palabras perfectas cuando sólo existe silencio. 
¿Cómo elegir una frase que exprese todo lo que te queremos decir? No hay piedra ni verbo que aguante tanto amor, tanta tristeza, tanto cariño, tanta añoranza, tanto sufrimiento.

Esta tarde nos enfrentaremos a ese dolor, a ese paso más en una despedida que durará siempre. Lo haremos en familia, como a él le gustaba, notando aún más su ausencia. 

Yo, iluso, ignorante, confiado, pensaba que el paso de los días calmaría el dolor, lo haría más llevadero, sosegaría los sentimientos y la sensación de pérdida, pero no es así. Es más bien lo contrario. Los días pasan cada vez más lento y el recuerdo es más vivo. Quizá, precisamente, porque cada día es más recuerdo que presencia. Esta ese sentimiento indescriptible y agónico, estremecedor y abrasante, asfixiante como ceniza en la boca de creer en tu rutina que le vas a ver. Sucede, simplemente sucede. Por un momento, tu mente olvida la muerte y piensa en verle: sentado en un banco de los patos, en su sofá de casa, en una mesa de la isla, en la puerta del colegio, al bajar a la cochera, descubriendo concesionarios...

La cabeza te engaña y crees en un futuro pasado, en un pretérito presente por unos segundos que acaban como una caída al abismo, como la muerte en el fondo de un pozo. Despierta tu consciencia y recuerdas que no pasará. Y así, los días van siendo más largos y duros porque su ausencia es más duradera y real. No hay mañanas, tan sólo aquella última vez, aquella última noche.
Y cada noche se hace interminable. No hay sueño que calme mis desvelos, ni paz en mi almohada. Estás tú, como si fueras hoy, como si no hubieras muerto nunca, como cada día, como cada conversación, como cada enfado y cada discusión, como cada sonrisa y la angustia de saber que me despertaré y todo habrá pasado, todo se habrá ido y tu presencia se habrá esfumado y nunca volverá, más allá de este agónico recuerdo que es sólo eso: recuerdo. No habrá más besos, más te quieros, más tardes a la sombra con un pincho y un refresco. 

Pensé, iluso e ignorante, que el paso de los días calmaría el dolor, lo haría más llevadero, pero no es así. Cada día te echo un poco más de menos. Tu ausencia se ha vuelto rutina y me resulta difícil vivir con eso.

martes, 10 de mayo de 2022

40 años.

A mis 40 años y mis 400 canas,
He aprendido lo que es el amor
Y el dolor.
Lo que es la muerte y la ausencia
Tu ausencia.
Lo que son el miedo, la soledad, 
el silencio.

A mis 40 años y 400 canas
he probado el sabor
amargo y frío de las lágrimas
De las noches oscuras y largas,
de los sueños incumplidos, 
de la falta de sueño
de la falta de sueños.

A mis 40 años y 400 canas
añoro todo lo no vivido,
lo aplazado, 
lo olvidado.
Esquivo miradas y palabras,
busco tu hueco y tus andanzas.
Recuerdo anécdotas 
que no escuché, 
que contaste más de una vez
que crecían como la arena 
de tus relojes

A mis 40 años y 400 canas
veo la vida en cada paso
perdido.
En cada terraza, en cada columpio, 
en cada banco, en cada puerta y ventana
en el griterío de un patio.

A mis 40 años y 400 canas
Hago repaso de lo vivido
de lo aprendido, de lo pasado.
Un año deseando la muerte
Un mes maldiciéndola.
Una semana acostumbrándome a ella
Un día, maldito día, padeciéndola
sintiéndola..

A mis 40 años y 400 canas
resumo una vida entera solo
pero a tu lado.

lunes, 9 de mayo de 2022

Feliz cumpleaños, mamá.

Me cuesta hasta llamarte. Coger el teléfono para decir "Feliz cumpleaños, mamá". Quizá sea más apropiado un "felicidades", aunque no haya felicidad ni sonrisa, pero sí haya que celebrar la vida como quizá nunca supimos que había que hacerlo.

En tu rostro se nota el cansancio y el vacío, la pena y la ausencia, los recuerdos y la melancolía.

Tú, que estuviste tantas veces sola, tantos días esperando, tan acostumbrada a vivir en casa sin él, ya te habías hecho a su continua presencia, a su cabezonería, a las discusiones por tonterías. Fuiste siempre él. 

Para esperar, para caminar, para ir donde fuera (salvo a la compra). Tú vida era él. Sus rutinas, las que marcaban las tuyas. Sus viajes, los que movían los tuyos. Sus caprichos, lo que tu te contenías. Tú vida era él, las tardes en el sofá, lo mismo en la televisión cada día, el mando a su lado, un móvil que posiblemente no querías. 

¿Y ahora? ¿Qué hacer cuando no se espera, cuando el mundo por el que girabas se desvanece en cuestión de semanas? 

Me gustaría decirte que es el momento de vivir, de pensar en ti, de hacer los planes que él siempre te hacía, pero no. A ti siempre te gustó quedarte en casa. Todo lo demás duele porque siempre fue cosa de dos. Los domingos, las vacaciones, los parques. Todo fue siempre compartido. Los viajes, el hogar, sus destinos mudanza para tu nueva casa. 

¿Qué decirte, mamá? ¿Cómo felicitarte ante tanta tristeza, ante tal crueldad? Tu rostro refleja hoy un año más que pesa como cientos, como una losa que no sabemos si se quitará. Ya piensas en la misa del mes. Quizá eso es lo único que te queda como salvación y esperanza, como propio y exclusivo. Esa rutina dominical, esa fe que ahora tiene todo el sentido también en él. 

Su lado de la cama, vacío. Ya no habrá más ropa que escoger y colocar con mimo sobre la cama, sobre todo en los días especiales. Comidas sólo para dos, no tener que cocinar cuidando su dieta, pensando en su circulación, en sus dolencias, en sus piernas. Tanto cuidado para ahora ver la ausencia de su plato y su vaso sobre la mesa. El pastillero, tú siempre más atenta a sus pastillas y citas médicas. 

Feliz cumpleaños, mamá, aunque hoy no sea un día ni mucho menos feliz, aunque duelan más las llagas que sangran por las entrañas. Felicidades, mamá. Recuerda que un tiempo viviste sola, mirando el reloj, asomándote al balcón a ver si llegaba. Qué oscura es la noche cuando no hay espera ni esperanza.

viernes, 6 de mayo de 2022

No me acostumbro.

No me acostumbro. Hay días que todavía pienso en dejar el móvil encendido con sonido por si llaman de noche del hospital y Raúl no lo pudiera coger. No me acostumbro. Paseo por los patos y veo a hombres con bastón, chaleco y pelo canoso y pienso que eres tú. No me acostumbro. A veces olvido que estás muerto y pienso en ti todavía en esa cama de hospital, pensando en el momento de la visita de mamá. No me acostumbro.

No me acostumbro a recibir llamadas, mensajes, a hablar con la gente por la calle, que me pregunten qué tal, que me den el pésame. No me acostumbro. Aún huyo de todo eso, del bullicio, de las personas conocidas, de las miradas y las palabras. Algún día tendré que salir de aquí y afrontar la verdad pero no me acostumbro. 

No me acostumbro. No me acostumbro y pienso en mamá y en Carlos que estos días liberan la cabeza mientras ponen todo en orden pero a la vez todo lo que hace les recuerda que ya no estás porque tiene que ver con tu ausencia y lo que dejas. No me acostumbro. 

No me acostumbro a leer en el grupo lo que falta por hacer, a la palabra testamento o últimas voluntades, ni a lápida, nicho, herencia. No me acostumbro. Ayer soñé contigo, estabas vivo pero hablábamos de tu inminente muerte. Dolió como un corte en el pie que sangra a cada paso, como ese palpitar de mi cabeza, como pensar en visitar a mamá y que siga vacío tu sofá. No me acostumbro.

No me acostumbro a haber enterrado mis problemas bajo tu cuerpo, a esta sensación de tristeza y apatía, a ver la tele con la mirada perdida, a saber que no voy a encontrarme contigo en cualquier parte. 

No me acostumbro, papá. No me acostumbro.

 https://www.youtube.com/watch?v=iHH3GLsyQNM

martes, 3 de mayo de 2022

Adiós, papá.

 Tu mano fría, tus pies helados. Tu cuerpo extrañamente hinchado, tu cara tan extraña, tan diferente pero tan reconocible. Tu rostro no sé si tranquilo o agotado, sin miedo ya, esperando. Tu pelo corto, tus canas entre mis dedos, una incipiente barba que no crecerá más, los saltos de tu pecho, la luz llenando de ti la habitación, la ventana abierta como te gustaba para vencer el calor. 

Te has ido el día del trabajo, con tus manos obreras sintiendo la piel y el amor de quienes te quisimos y te queremos tanto, unas manos que no pudieron dar todos las caricias deseadas y que se desquitaron en estos últimos años a base de orgullo y pasión de abuelo. No habrá nadie como el abuelo Paco. 

Siento un dolor inmenso, una pena que no me abandona, un recuerdo eterno, la imagen de tu risa y mamá acariciándote para siempre. Siento incredulidad. Oigo cada llanto de estos días, también los silencios que atravesaban la sala como una daga, tengo en mis manos el tacto de tu ataúd, los últimos besos que te lanzamos, las flores que me traen tu aroma y tus colores, tu alegría. Quedan fuera dibujos y cartas, muchas palabras que susurrarte al oído mientras te quedas dormido. Queda fuera tu alianza y tu aliada, la ropa que te preparó mamá, como cada mañana. Te imagino con esa camisa azul y con la mejor de tus sonrisas.

Siento un dolor inmenso, una pena que no me abandona, un recuerdo eterno. También siento enfado e ira, y paz. Paz por saber que no hubo errores aunque no fuimos perfectos, que amamos como supimos y como pudimos, que no hay nada que no supieras pese a las muchas palabras no dichas. Siento enfado e ira por quienes niegan tu muerte, por quienes la convertirán en un número más, por quienes no pusieron los medios para evitar que te fueras, como si no importaras, como si fuera irremediable, quienes han banalizado la muerte, quienes la han puesto precio, engañándonos con una falsa normalidad que no me deja dormir ni soñar ¿Cuánto vale la vida de un hombre? Si sintieran una sola parte de lo que se siente, si vieran la sombra en la que se ha convertido mamá estos días, nuestros cuerpos secos y sin voz, sin fuerzas para mirar hacia el frente, pero con el arrojo que nos inculcaste para levantar tu cuerpo por una última vez y abrazarlo hasta tu fin, hasta ese hondo y oscuro destino que vimos sellado mientras nuestros dedos y piernas aún temblaban tras el último gesto inevitable y devastador, tu última imagen.

Pero siento paz, por el cariño y amor que recibiste los últimos días, por el recuerdo de bondad y humanidad que dejas en tantas personas

Siempre estarás en mi mente con esa risa a boca abierta y con tu camisa azul, abierta, dejando entrever tu pecho. 

Hubo cosas que dejé aplazadas. Siempre para la próxima vez. Esta tenía una fecha aún no fijada, la celebración de tu cumpleaños y el de mamá que este año no podía faltar. Y llego tarde, como tantas veces.

El regalo ha quedado para mamá, no sé cuándo se lo daré, no sé cuándo tendremos fuerzas para sentarnos y recordarte así, sin que el dolor nos quiebre, sin que la pena sea nuestra dueña. Pero tengo que expresar de ese regalo que ella aún no ha visto una pequeña parte para decirte adiós, papá. Te quiero. Nos vemos. Te veré cada día en todos los sitios.







Sólo un beso más.

Estoy deseando escribir, pero no me salen las letras. Siempre fuimos de pocas palabras para decirnos te quiero, hasta para darnos besos. Supongo que valían las miradas, tu cara de satisfacción o preocupación, tu sonrisa constante y tu luz en los ojos cuando la casa se inundaba de gritos, carreras y risas, de teatros improvisados, de dibujos y de mesa y mantel grande. Siempre sentí tu orgullo por ser quien fui aunque no fuera lo que querías que fuera. Soy tan cabezón como tú.

Ayer te acaricie por primera vez el pelo. Jamás te había acariciado el pelo, ni cogido de la mano, ni dado tantos besos en la mejilla ¡Qué absurdo!
Quizá no hiciera falta pero hoy me faltan. Me siento triste y vacío. Tengo la sensación de que en cualquier momento entrarás por la puerta quejándote de cómo te ha puesto la cabeza el primo José o contándonos a quien has visto, a alguien a quien probablemente no recuerdo y asentiré y charlaremos hasta que sueltes unos de tus chascarrillos. Duele pensar que no volverás, no me hago a la idea. He repasado cada una de las últimas veces que nos hemos visto y charlado en este mes, un temblor y mucha rabia recorren mi cuerpo ¿qué pude hacer mejor? ¿Podría haber vencido mi miedo, mi pavor por hablar por teléfono? Quizá quería negarlo todo, huir y no tener la sensación de nuestra última conversación. También la añoro.
Quedas un vacío enorme, también una enseñanza para vivir, de no aplazar el amor, de no quedarnos con las ganas ni la vergüenza o el pudor.
Dejas un vacío enorme que aún no somos conscientes de abordar. No imagino andar por los lugares compartidos, por nuestra finca de invierno a la que tenia vistas tu última habitación, al armario y tu ropa, los jerséis que te regalamos, aquellos pantalones de chándal, el butacón en el que sólo tú te sentabas, el orden de la cochera ¿Cómo entrar allí donde todo eras tú?

No puedo creer que seas tú quien esté ahí, que estés en esta sala sin hablar, que no vayamos a esperarte jamás de que subas de la cochera para comer, de que llegues de tu paseo, de jugar con Pablo, de no verte en la puerta del colegio esperando a Alejandro, de pedirle a Raúl que organice la próxima celebración, de insistirnos en que bajemos a la playa para que, sobre todo, Mario y Mateo monten en un coche y llevarnos a degustar el Bacalao al Puñetazo. No sé si te gustaba más el nombre o el sabor. Tus piernas ya descansan, ya no servirán más de caballo para tus jinetes.

Hoy hay una honda pena, un inmenso dolor pero quedas un recuerdo de sonrisas, alegrías y amor, también de discusiones porque nos parecemos tanto… En nuestra testarudez, en nuestro énfasis, en nuestros viajes, en una vida familiar pero también solitaria. Recuerdo el pasado: aquellos largos días de perejila, escoba y verano en el río, las cintas de 5 horas para ver Santa Bárbara, los sábados de corte de pelo y baños de dos en dos, los largos viajes en los que vomitábamos mamá, (la Lassie) y yo, las tardes de centro comercial, cartas y triángulos de chocolate, las comidas allá donde hubiera camiones o bajo un túnel repleto de anécdotas, tus charlas con quien fuera en la puerta del colegio, en el parque o donde cayera, los chiringuitos, las morcillas en el Pichi, aquella paella con bogavante y el chuletón de kilo, el día de tu jubilación, aquella sorpresa en El Parador, los partidos en la banda y tu cara de amor…

Nos queda el pasado pero no imagino el futuro sin ti, entrar en casa y que no estés, que no vaya a sonar tu llave abriendo la puerta, ni dos besos y una sonrisa, que no te voy a encontrar en La Coronación o el Sirimiri, que no te voy a ver paseando un martes por la Isla o por la plaza, ni vas a llevar a Pablo a los Patos, ni me romperé la cabeza para saber qué regalarte porque ya lo tienes todo, tus chismes, el móvil de última generación que nos muestra como un niño que ha comprado el mejor balón.

Cuánto duele, papá. Espero que tus últimos sueños no fueran de preocupación. Estoy bien, triste como no sabía que existía pero bien. Te quiero. Descansa.

domingo, 1 de mayo de 2022

Mi madre

 No va a ser un día feliz, por más que lo deseemos, por más fuerzas que gastemos al decirlo, por más que gritemos contra la ventana, abrazados a la desesperanza. 

No va a ser un día feliz. Será el primer domingo de mayo más duro que recordarás, por mucho que te llenemos de besos, por mucho que tus nietos y nietas te rodeen con sus brazos e inunden la casa de risas y juegos.

No va a ser un día feliz. Por más que lo intentemos, por más que queramos. No será feliz. Incluso aquello que creíamos que era infelicidad, felicitarte y tirarte besos desde el suelo hasta tu balcón, con tu sonrisa abierta tras dos meses de clandestinidad, fue felicidad absoluta con todo lo que sentimos hoy.

No va a ser un día feliz, por más que nos queramos, por más que nos amemos.

Tú, que siempre has esperado, con ese temblor tan tuyo, con esos nervios en tu rostro, con ese ¨pues este hombre lo que tarda hoy", hoy no esperas su llegada sino su marcha. Tú, que has pasado media vida sola, esperando pero sabiendo que iba a llegar, esperas hoy su muerte, su viaje definitivo. Qué difícil es entrar en casa cuando sabes que ya no hay a quien esperar, que no regresará jamás, que te han quitado la impaciencia y la esperanza, un dolor que nos desgarra porque el teléfono se vuelve enemigo, porque cuando suene puede ser el sonido del último latido, porque aunque sepas que no volverá a entrar por esa puerta, que no volverá a llamarte "niña", no quieres dejarle marchar. Aunque duela, consuela verle cada día 30 minutos y pensar que habrá un día más. 

No va a ser un día feliz. Y no recuerdo yo muchos días así. Quizá de miedo, quizá de preocupación, de zozobra. El terror de la muerte acechando nuestros cuerpos: el de Carlos en una madrugada lluviosa, el de Javi en una tarde de invierno, el mío incluso en vísperas del día del padre o encerrado en una planta de salud mental. Hemos sentido el miedo, lo hemos tocado pero siempre nos quedó la esperanza. Hoy no.

No va a ser un día feliz. Podría recordar cada día que nos has regalado tu mueca sonriente, tu tímida carcajada, tus cuidados, tu mimo, tu belleza tranquila, tu nervio en tus manos, tus ojos de madre, tus noches sin dormir, tu plato en la mesa, el agua para tus plantas, tu forma de reñir sin reñir, tu incapacidad para el enfado, tu voz por teléfono, tus quinientas pesetas de paga, tus recuerdos de cine y juventud, tus días de hospital junto a él, junto a nosotros. Pero no puedo. Hoy sólo puede recordar tu figura triste en casa, sentada, sola como tantas veces pero sabiendo que no hay a quien esperar, que no sonará la puerta, que no se volverá a sentar en su sofá, ni hablará de comprar un coche nuevo, ni conducirá hasta Punta Umbría o hasta el Olivar. 

No va a ser un día feliz. Nos queda el amor, el recuerdo, 30 minutos cada tarde pero nos han robado la esperanza y la espera. 

Te quiero, mamá.