martes, 9 de diciembre de 2008

Habitación 112

Aquel hotel no tenía calefacción, ni radiadores, ni un pequño calefactor que airease sus pieles estremecidas. Aquel hotel no tenía bonitas vistas, ni un cuarto de baño decente, ni un tocador en el que revisar su maquillaje.

Aquel hotel olía a moho, a humedad adormecida en las paredes. Aquel baño coleccionaba vellos visitantes, lejías en sus toallas, cal en los desagües. Aquel hotel no era el soñado, ni siquiera el deseado ni el buscado. Aquel hotel era una coincidencia, un lugar más.

Aquel hotel tenía de banda sonora el claxón de unos coches, los insultos de cuatro adolescentes borrachos a 3 putas que ofrecían su amor a un módico precio, que ofrecían lo que tenían, o lo que las dejaron tener o lo que le dijeron que sólo podrían alcanzar. Aquel hotel las esperaba, cada noche a una, para verlas fingir como la mejor actriz de Hollywood.

No serían deseadas, nunca disfrutarían, aunque su imaginación cada madrugada les llevaba al Jilton, como escribía ella, a un 5 estrellas donde un colchón de Latex sustituira a un preservativo barato que no protegía su, cada día, más deteriorada alma.

Soñaba con Julia Roberts, por convertirse en aquella mujer a la que un rico caballero rescatara en su pulcra lumisina de esa barrio ruin, donde las papeleras dormitan en las aceras, donde las farolas dan sombra a su gesto apagado y cobijo a sus largas piernas. Donde corren las ilusiones en manos de un ladrón sin guante que compra con los -cada día más modernos- cassettes de coches el pan duro de la mañana siguiente. Soñaba con verse liberada, con lamentar no tener paga extra, con sufrir por la última expulsión de Gran Hermano, con maldecir a la crisis y opinar de la bolsa. Soñaba con una bañera redonda, repleta de espuma. Con un croissant en un plato, y un cuchillo y un tenedor para devorarlo. Soñaba con un camisón de seda, una bata bonita y un collar en el cuello.

Sus ojos se abrieron, mirando hacia atrás en busca de eso sueño. Nadie yacía junto a ella, apretados sobre ese viejo colchón roído por el paso de las horas, gastado por el uso, cada día menos frecuente. Allí no dormía nadie.

Él se ponía los pantalones mientras murmuraba para sí palabras. Palabras incomprensibles pero imaginables. Sus ojos no se llenaría de lágrimas. Una discusión más en una noche triste, aunque no más triste que la de ayer. Su garganta no le reprocharía su actitud, su mirada no buscaría los ojos cómplices de él. Su mano no acariciaría su rostro, no recogería su pelo, no estremecería su nunca en un gesto de cariño y de alivio dominical. Su cuerpo se lavaría en un mínimo plato de ducha, sin mampara ni cortina. En su plato sólo habría un billete de 20, con el que pagar un café, una barra de pan, 100 gramos de chope y un cartón de leche. En su percha, sólo quedaría ese viejo abrigo marrón, agujereado en el hombre, sin un botón, que se perdió cuando -al caerse- quiso guardarlo en un bolsillo sin fondo.

Su destino, el que le escriben cada día, al que le condenan sin que esté realmente cifrado, no parece depararle nuevas sorpresas.

Una noche más, bajaría de la habitación por las solitarias escaleras. Con suerte, no oirá la disputa de la habitación 112, donde los gritos reclaman con urgencia atención, también en estos barrios. Con suerte, hoy no escuchará como suena una mano golpeando un rostro de mujer, ni como retumba el silencio del miedo. Con suerte, no sería ella quien sufriera la tortura.

Con suerte, sólo abandonará el hotel, en silencio, y volverá a cobijarse bajo la luz que nunca se enciende de su farola. Sin paragüas, bajo la lluvia. Nunca cantará. Seguirá esperando.

3 comentarios:

Juan Carlos dijo...

Que grande eres hermano. Me ha encantado. Tan triste como la vida misma.

Patricia dijo...

Sí señor, a esto le llamo yo espíritu navideño, ahora con que huevos pongo yo mi árbol en el blog...

Noelia Fuentes de la Calle dijo...

Muy triste, pero cierto.

Es my fácil para nosotros volver la cara y no ver eso que otros viven.