martes, 1 de junio de 2010

La sombra al sol

Esperaba debajo de una encina, aliviado por su frondosa sombra que se extendía a lo largo y ancho de la espesa dehesa. El sol castigaba cualquier atisbo de movimiento, cualquier intención de caminar entre las malezas, en búsqueda del canto desafinado de la cigarra, del caminar altivo de la hormiga, de la carrera ligera de una liebre que persigue la fiebre de unas faldas que, otras primaveras, sirvieron de sábana a dos cuerpos adolescentes que aún no han descubierto todas sus fantasías.

Con el gesto de un dibujo animado, como sacado de una película americana de los sesenta, de un libro con pasajes repletos de paisajes, como una imagen de Tom Sayer antes de navegar por el Mississippi, mordiendo un pequeño hierbajo, una paja aún verde, perdía su mirada en un horizonte que volaba entre nubes, buscando -o quizá recordando- aquel viejo lago en el que saciaban su sed reses bajadas de otras praderas, amantes que nadaban, palpaban la luna en un refrescante baño de estrellas, reían a boca llena, a carcajadas de promesas que incumplir, de huidas por planear.

Se imaginó como aquella tarde de septiembre, desnudo, bajo el agua fresca y cristalina - así al menos lo recordaba él, pese al verdor que le otorgaba al líquido elemento las hojas (quien sabe si de menta) que bajo sus pies, muy por debajo, servían de fondo al pozo de frescura en el que se bautizaron amores-.

A su alrededor, la paz del campo se irrumpía por momentos por el lejano motor de una mobilette conducida por algún intrépido joven que salía del campo al encuentro de su efímera pareja, esa dulce muchacha de cabello liso, de sonrisa tímida, de tez blanca, pálida, de mejillas pellizcadas que coleccionaba poemas y cuerpos a los que recitar en las hojas de su carpeta. En la distancia, el lento caminar de un tractor se perdía en la niebla de esa fina línea que separa el tiempo, en la que se paran pasado y futuro, en la que el presente no existe.

Una cosechadora ara trigales. Una barbacoa incumple normas de estío y su calor es menos al cobijo de una bota de vino, un litro de cerveza, una cinta de panceta sobre pan del día. Bullicio de familias que viven en domingo, que festejan la libertad del campo. Niños corriendo de un balón, dos camisetas y dos piedras por porterías, un perro que ladra mientras las niñas saltan a la comba y repiten retahílas, una camisa de padre manchada a la altura de la panza, una mujer sentada sobre una esterilla, una pequeña alfombra persa en esta mansión que es la naturaleza extremeña. Una pareja duerme la siesta antes de que le sorprenda el frescor de una tormeta de verano.

Mirase donde mirase, veía vida. La soga cuelga del árbol y él, con las gafas de sol aún puestas, se lo pensaba. Ya no era un niño para correr y jugar a "tula". No era un adulto al que guste sazonar chuletas al olor del carbón de encina, de troncos sin corcho, de maderas quemadas y hojas que arden como la realidad de sus noticias. Quizá esa soga pudiera tener en su extremo un neumático, una rueda en la que columpiar sus penas, en la que balancear sus recuerdos hasta acordarse de aquella mañana en la que fue feliz, aquel atardecer en el que el agua era roja -así al menos lo recordaba él-, aquella madrugada en la que los grillos le regalaron una canción de amor, una melodía que se perdía con el primer bostezo.

Se levantó. Miró a su alrededor, descubrió un pequeño conejo saliendo veloz de entre los matojos secos que quedaban a su espalda; creyó ver a Alicia jugando a la petanca con viejos de caras duras, curtidas por los rayos, por la vida, por la historia de un trabajo labrado a golpe de hoz, magia para juntar haces; le pareció ver a una mujer tumbada al fondo, tras un seto, escondiendo virtudes, destapando vergüenzas, sonriendo -pícara- a una vida nueva, invitándole, no a él, a otro, al infierno de sus carnes, al cielo de sus labios, de su boca, de virtudes aún no descubiertas.

Caminó lento, taciturno, pensativo. Pisó el espeso verde, ahogó sus pies en su esperanza y caminó. Atrás dejó la encina, el lago, las voces, la alegría, el sexo, la luz. A su espalda dejó el sol, también la sombra, la luna de la que una noche se descolgó, él con su voz. Abandonó la dehesa, las estrellas que iluminaban el negro cielo, el azul futuro, el abundante mar interior, el firmamento, el frescor de la calida hierba. Cruzó la alambrada, la valla de madera -algo podrida por el agua- que separaba mundos, que unía pensamientos y sentimienos, que eliminaba fronteras. Caminó y marchó.

Nadie le volvió a ver por allí.

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