martes, 8 de junio de 2010

Boceto de esperanza

Recordaba momentos no vividos, días pasados por otros, instantes no sé si futuros, pretéritos de otros lugares, de otros mundos, de otros seres. En su cabeza, como si de un recuerdo se tratase, se dibujaba la imagen de esa chica. No la conocía y, sin quererlo, la amaba. Al fin y al cabo, no era en realidad un recuerdo, sino un deseo. La pintó en su mente igual que un niño colorea por primera vez una hoja en blanco. A rayones, con fuerza, con los colores más llamativos de su caja de ceras, con los tonos más brillantes de la paleta que ese día el sol le ofrecía.

Dibujó un sol radiante. Esbozó unas montañas, pese al sol, nevadas en su cumbre. Adivinó ver algunas nubes, blancas, altas, de primavera, en un cielo azul intenso. Nubes de algodón en las que reposan los temores más escondidos, en las que esconder los miedos de un mundo al que prefiere no mirar, nubes a las que elevar las penas para que mañana lluevan tristeza y el agua de mil lágrimas limpien las calles de ciudades sin empleos, de barrios obreros sin obras pero siempre comidos por la silueta de ese gran dragón, de esa grua que ensombrece callejuelas donde ya no serenan mujeres al caer la noche, donde el silencio se apoderó de las lunas y ya no hay sillas en las que recordar que esta noche refresca al tiempo que una rebeca calma la brisa de una nueva mañana.

Pintó el mundo que imaginó, el que quiso recordar, el que quería construir y se negaba a negar. Pintó un mar cristalino, sin petroleros ni pelícanos aturdidos por el olor a gasolina, sin peces muriendo en orillas atascados en trampas imposibles, con niños que construyendo castillos donde nunca habitarán princesas, sólo proletariado y jóvenes bellas, de pechos voluptuosos, de teces doradas por un sol que quema las entrañas y que alivian sus pies y sus penas en la espuma de un oceano que no separa continentes, que sólo refresca sin beber refrescos vertido en sus algas, que baña en su piel el corazón de un sol naranja que pace tranquilo a la espera de una nueva mañana.

Pintó montañas, un bosque, un mar con su cala blanca, un paisaje urbano que inspiraba música, que regalaba poesía por las calles, por sus parques, por sus rincones más sombríos y por sus terrazas más soleadas, una ciudad donde no habitaba el miedo, donde los suburbios no escondían ni falsas esperanzas ni mentirosas leyendas de cruces y navajas.

Pintó todo aquello y, en medio de la nada, en medio de su recuerdo, de su deseo, vio aquella casa. Una casa pequeña, quizás algo fría a la sombra de olivos y encinas, una casa imaginada por críos, con un perro en el jardín, con un pequeño balcón cubierto de flores en la primera planta, con un techo de madera de roble que cubría el pequeño doblao en el que dormía ella. No la conocía pero ya la amaba. Amaba su eterna sonrisa, esa que siempre recordaba, su mirada dulce por la ventana que descubría un mundo entero aprendiéndose la estación de tren.

Ella inventaba vidas. En cada maleta veía planes de futuro, de presente. En cada abrazo, aunque fuera entre sollozos, ella lloraba una historia de amor, una despedida, un hasta luego, un reencuentro de felicidad de vuelta a Buenos Aires. Las largas vías le servían para pensarse en otros mundos. El reloj de aquella estación, para evadirse de su tiempo parado. El suave latir de la locomotora, para imaginar nuevos sones, canciones por descubrir. El frenético ritmo parado de la vida de la estación para creer que, algún día, alguien la estará esperando.

Así la dibujaba siempre él, mirando por la ventana, dejando a sus espaldas la oscuridad de una habitación melancólica, con paredes repletas de recuerdos, de colores pasados, de historias vividas años atrás. La imaginaba bajo el olor a café recién hecho, a semillas que marcan el latir de su corazón al compás del viejo molinillo. La retrataba en un tono sepia, como las fotos de boda, con el detalle del lunar de la bella novia, con la ilusión en sus pupilas, con el nervio en su retina; sepia como los retratos de aquellos antepasados que inspiran ternura, en los que la arruga del carrete deja ver la labranza, los aperos, el pañuelo al sol del sudor. La recordaba, aunque nunca la había conocido, aunque la había inventado, en pasado, en un tiempo no aprovechado, en un momento no vivido, quizá irrecuperable. La amaba y la echaba de menos. A ella, a esa vida que se escaba en el tren que daba el último aviso al soldado que marchaba a la penúltima batalla entre los gemidos y gritos de una madre comida por el dolor de una realidad cruel e inevitable ¿o no?.

Miró el lienzo, el gris de esa parte del cuadro rodeado de un arcoiris de sensaciones. Recordó aquellos versos, aquella prosa que emulaba tiempo con colores, sensaciones con pinturas. Un frío azul estremeció su cuerpo. Borró la estación de tren, sus vías a otros lugares, su futuro y su pasado. Borró también los abrazos, los tiernos besos en la mejilla, el ósculo de protección en la frente, los te quieros olvidados en el andén, las lágrimas de alegría tras años de espera, la bella dureza del rostro rudo de un chico que emprende y comienza su carrera. Una tristeza amarillenta invadió sus ojos. Dejó el reloj y, con él, las horas en el banco mientras llega el tren, mientras se detiene el vagón, la impaciencia, la inquietud por el momento deseado, las esperanzas de futuro, proyectos e intenciones anotados en una libreta adolescente que se ilusiona con una nueva llegada. Una pasión rojiza erizó el vello de su piel, la piel de la joven que suspiraba en la ventana. Recordó entonces porqué la amaba.

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