lunes, 18 de abril de 2011

Cayó al suelo. Estuvo durante unos segundos sentado, bueno, semitumbado, apoyado en su mano izquierda pero sin que su espalda tocara el frío asfalto. Su vista, nublada, buscaba una mano amiga que le ayudara a recuperar una posición vertical. Nadie se ofreció. Se levantó aún aturdido, disimulando que nada había pasado, mientras que las palmas blancas de sus manos sacudían tímidamente el polvo roído del pantalón.

La verdad es que más que limpiar lo que consiguió fue levantar una nube de tierrilla café-con-leche que hizo toser a los curiosos (más bien cotillas despiadados que miraban sin preguntar ni ayudar) que se agolpaban, poco a poco, en la acera, a las puertas de aquel bar franqueado por un corpulento señor de corbata y pinganillo, un señor que miraba a escasos metros y con gesto indiferente, imperturbable, impertérrito a ese hombre que aún no caminaba completamente erguido.

En realidad, de lo que él recordaba, no lo había hecho en toda la noche. Ya de casa salió zarandeándose de izquierda a derecha, al son de una música que sólo sonaba en su cabeza, al compás de un diapasón de hielos que habían saciado su sed y sus penas por un momento.

Mañana el sol volverá a lucir, se repetía en cada brindis, sin recordar que, los últimos jueves, no había sido así. Su habitación solía amanecer (bueno, dejémoslo en despertar, pues atardecer sería más correcto) a oscuras, sin un rayo de luz que penetrara por la ventana, que pudiera atravesar esa gris persiana que impedía la entrada de los soles que cada día florecen en los balcones de sus vecinas, alegres, quienes comparten sus vidas y felicidades con una sonrisa en el ascensor.

Muro al exterior.

Su mundo quedaba encerrado en cuatro paredes de dudoso olor, de etílicos recuerdos, de nubes grises entrenando por la nariz, de gusanos y mariposas negras martilleando un día irremediablemente igual al anterior. Según se levantaba, según sus manos sacudían sus roídos vaqueros, según sus ojos buscaban una cara conocida, según sus labios saboreaban la soledad en la que le dejó el último beso, según su lengua reconocía el amargor de la ginebra, según su vértigo le hacía tambalearse, su mente enterraba los recuerdos, los buenos y los malos momentos. Aquellos geniales en los que su mirada se cruzaba con el verde esperanzador del iris radiante de aquella chica de la biblioteca. Aquellos abominables en los que la sequedad de su boca, de su paladar, le devolvían al oscuro mundo del individuo indivisible e inseparable de sí mismo. Aquellos felices, en los que un estofado adornaba un lienzo costumbrista, aquellos odiados en los que la costumbre era comer solo (y bien estofado).

Todo quedaba en el suelo, como sombra de su persona, dispuesto a ser olvidado por aquel que traspasara el miedo, pero sólo pisoteado por las carcajadas de aquellos que habían visto su caída, habían acercado sus hombres para burlar su desmoramiento, habían derramado lágrimas risueñas contra el dolor de un, ya viejo y gastado personaje. Su fama había quedado en nada. En su cabeza, el ir y venir de esas carcajadas amontonadas, de risas sin rumbo fijo en una cabeza, antes lúcida, a la que le perdió la ambición, la riqueza y el desamor. Cuantos amigos olvidó por el camino. Cuantos interesados encontró a su paso, ofreciéndoles su gentil compañía. Noches de sexo a la puerta de un servicio que pasaron necesitar cada noche de un servicio de sexo. El abandono más absoluto sin posibilidad de redimir sus pecados. Sólo la barra de bar le ofrecía confesión y penitencia. Madrugadas de credo y arrepentimiento, mañanas de víacrucis, dolores y crucifixión mental. Había quedado encadenado a un mundo que le dio la espalda.

Ningún trípode para apoyar su caída, la de la última estrella mediática, ningún flash para ilustrar como se levantaba por enésima vez de su dolor para prometer una vez más que nunca más prometería. Ese fue su último pensamiento antes de que aquel bar devorase su consciencia y su cordura. Afuera, esperaría una nueva mañana fría, de suelos helados, de nubes y cortinas, de persianas que tapen la luz de la mañana, la voz de niños corriendo hacia sus parques, de mujeres que, como cada primavera, ofrecen sus piernas al abrigo del sol, de jóvenes que reparten besos y poemas en carpetas amadas, de viejos que vuelan con su memoria a tiempos irremediablemente peores, increíblemente añorados. Afuera le esperaba una jaula cuyos barrotes sabían a ron, vodka y hiel. La luna de esperanza brillaba en su interior buscando escapar del eclipse que él mismo eligió el día que firmó aquel contrato.

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