domingo, 1 de julio de 2007

Motivos personales

Rodrigo Rato abandona el FMI y vuelve a España por "motivos personales". Las causas aludidas por el que durante un tiempo (o un rato), fuera candidato a ocupar la presidencia del PP han sido obviadas y la prensa (y políticos) ya manejan otro tipo de razones "profesionales". La reflexión no es mía, aunque la comparto. Gemma Nierga se preguntaba el viernes en "La ventana" el por qué de la poca credibilidad que se da cuando se argumentan "motivos personales" para abandonar un cargo de tanto peso. Yo voy más allá. Si ese cargo fuera ocupado por una mujer y ésta decidiera "volver a casa", los mentideros (como se suele decir), no debatirían sobre ese tema.

La duda está en la importancia que se da (sobre todo en estos ámbitos) a los motivos personales. Puede ser también que la imagen de Rato con su tendedero, grabada en la retina de los cada día más rosáceos periodistas políticos, reste credibilidad, que los momentos de tensión en el PP permitan la especulación o que, simplemente, esta deshumanizada política actual no permita los "motivos personales". Lo cierto es que poca gente se ha parado a pensar en que estos tengan un peso específico en la toma de decisiones. Un torero puede dejar las plazas por volver con su familia. Un político, al parecer, no. En "La ventana", cada viernes invitan a escribir sobre un tema y, esta última semana, nos han permitido reflexionar sobre "Motivos personales". Al lío.

"Su mirada se perdió en el horizonte. Desde lo más alto del edificio más emblemático de la ciudad más importante del país más poderoso del mundo, él volvió a preguntarse por qué. Llevaba ya varias semanas reflexionando sobre la misma idea. Ojeando y hojeando aquellos papeles repletos de letras que describían números, oteando desde su ventana las vidas aceleradas de las personas enchaquetadas que se movían con rapidez, sin sentimientos ni compasión, en el hormiguero situado bajo su oficina; observando el reloj -que marcaba ocho franjas horarias distintas- y agarrado a su segundero.

Su mente, cada día, estaba más lejos de aquella habitación. La cristalera le acortaba cada día la vista, le mostraba una realidad cada vez más lejana, le difuminaba la presencia de personas. El tiempo, siempre soleado, le enfriaba un sentimiento de pertenencia.

En su vida rutinaria echaba de menos la realidad cotidiana. En silencio, con su rostro cada día más cansado, con unos ojos apagados que anhelaban el aliento humano, el sabor de un buen jamón, la cerveza fría durante un Madrid-Joventut de baloncesto, se levantó, caminó despacio, hoy un poco más cabizbajo y llamó al ascensor al tiempo que repetía -como cada mañana pero con voz más débil y apagada- un "see you later" a su secretaria.

La pregunta le atormentaba desde el primer día pero había ido ganando en frecuencia en las últimas 28 semanas ¿Qué hago yo aquí? A medida que los datos de la bolsa incrementaban sus valores al ritmo que el parqué se devaluaba en sentimientos, sus dudas fueron aflorando y él deshojaba la margarita del olvido o del recuerdo, del cariño o del bostezo, de una cama deshecha o de un bombón en la fría y siempre perfecta almohada de un hotel en el que no conocen el suavizante olor a Marsella.

Como cada día, en la boca de aquel monstruo de hierros (jierros en su casa) y cristales, en la puerta del rascacielos en el que creía iba a encontrar el trabajo de su vida, le esperaba con chaqueta y corbata negra, con gafas oscura y un disimulado mal secado sudor, el conductor de un Mercedes exclusivo al que nunca tuvo que cambiar el aceite ni pasar la ITV. El mismo trayecto, el mismo paisaje. Una ventanilla a través de la cual observaba vidas urbanas, rostros cansados aliviados por un beso, carteras semi vacías en las que apenas quedaban céntimos para un perrito, carreras destrozadas por ilusiones construidas a base de abrazos de niños y motivos personales.

Abrió la puerta de la habitación 628 con su tarjeta magnética. Todas las luces se encendieron al tiempo para bien de la compañía eléctrica, para satisfacción de las arcas del FMI, para dolor de cabeza de ecologistas y ediles de medio ambiente. Era el único momento del día en el que su vida se parecía a la que recordaba en su hogar. Oscurecía cada dependencia recordando aquellos momentos en los que perseguía a sus hijos, con sonrisa agotada, insistiéndolos en la necesidad de apagar cada bombilla al salir de cada habitación. La única diferencia estaba en que ahora, las risas, las carreras, las voces de esos dos niños enfundados en el traje de judo con cinturón marrón no iluminaban con calidez un cuarto que jamás pareció una habitación, un dormitorio que nunca llegó a ser un hogar.

Pensando en bajar al restaurante a cenar echó en falta las croquetas frías que tenía que calentar cada madrugada en el microondas, añoró los fritos, los huevos, las tortillas quemadas por el centro, las guerras entre servilletas trincheras que soportaba con alivio, al menos, una vez por semana.

En la cama volvió a sentirse solo. Le faltó la caricia, la arruga de la sábana, la maraña de sus piernas, el olor de su vagina, el calor de sus pechos o la calidez de sus labios. Volvió a llorar al no haber una habitación en la que ver dormir, sólo dormir, a sus pequeños, al no encontrar una puerta que abrir despacio, en silencio, prolongando el siempre presente chirriar para, finalmente, despertarles igual con un fugaz beso y un siempre cariñoso y cada día más débil "hasta mañana".

Se tumbó. Puso a cargar el móvil. Contó las llamadas perdidas, marcó el número de su casa y con voz firme, segura, aliviada y convencida dijo, por fin tras 28 días ensayando "Cariño, lo dejo, vuelvo a casa".

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