martes, 30 de noviembre de 2010

Agnóstico deportivo

Hace tiempo que no practico el catolicismo, que mis hábitos cristianos cambiaron y que mi fe se esfumó. Hace tiempo que el discurso religioso no me convence, no aclara mis dudas, no soluciona ni atiende mis plegarias ni las de un mundo que se desmorona, entre otros, por aquellos que se apropian de unos valores que ni atienden, ni entienden ni defienden. "Cuántos dioses necesitan los problemas del mundo" canta Lichis.

Cuántas guerras entre religiones necesitamos para ver que ambos predican el mismo credo y practican la misma misera del poder y la ambición por encima de la buena disposición de sus creyentes. Nunca he negado la existencia de un dios, jamás la pudo afirmar o confirmar. No obstante, el verbo con el que me tratan de convencer me parece cada día más intoxicado y aquellos que defienden la virtuosidad y presencia un ser supremo, me obligan con sus contradicciones a pensar lo contrario. Podríamos entrar en un debate sobre la verdad, sobre su única presencia a través de la duda, nunca de la obcecación, pero no quiero hoy hablar sobre eso. Escribo este alegato porque mis creencias (o descreencias) religiosas tiene un parecido cada día mayor con mi, paulatinamente, abandonado sentimiento madridista.

Sí. Nunca he sido un aficionado normal. He reído y llorado con mis equipos, he sufrido y disfrutado por igual, he mantenido mi chaqueta siempre en el mismo perchero pero siempre desde un punto de vista objetivo y equitativo. Puede resultar pretencioso o prepotente esta afirmación, pero siempre lo he hecho. Felicité a mi hermano (ahora recuerdo que Calos siempre tuvo algún ramalazo azulgrana -que se potencia cuando juega bien al fútbol-) en las ligas de Tenerife, por mucho que aquellas ligas dolieran a un niño que apenas superaba los 10 años. Siempre he reconocido el gran fútbol del Barcelona de Cruiff, admiraba a Guardiola casi tanto como a Alfonso por aquella época, alabé el buen fútbol del Superdepor y hasta me identifiqué con sus colores (con su lucha) pese a ser yo celtiña y, poco tiempo antes, haber estado lamentando que un dombenitense fallara el penalty que nos hubiera dado el título de Copa.

He sido bastante raro en ese sentido. Nunca he sido hooligan, siempre he preferido el fútbol a los colores, aunque los colores siguieran existiendo. Así, en esa posición de aficionado de un equipo que busca el equilibrio y la coherencia en lo que defiende, en lo que le gusta (si soy, además del Celta, del Madrid es porque en mi infancia era el que mejor fútbol practicaba con la Quinta del Buitre), he celebrado la séptima, la octava, la novena, un gran número de ligas y he visto como se esfumaban otras tantas, como dejábamos escapar Copas y cómo el fútbol madridista se iba desvirtuando y junto a él, mi madridismo.

Me enamoró el Madrid de Valdano. Parecía un tipo elegante al que el poder y el divinismo ha acabado llevándole a decir sandeces y demostrar, cada día, un menor conocimiento del fútbol. No se ha adaptado a la nueva realidad, al tiempo que no se atreve a volver a hacerse cargo de un banquillo. Me enamoró el Madrid de Del Bosque. En ocasiones por su fútbol. Cuanto este decayó, cuando Hierro dio sus últimos coletazos y con él los Ronaldos, Zidanes y compañía, me encandiló su filosofía, su templanza, su humildad ante la vida y ante el adversario, esa que nos ha llevado desde el mayor de los silencios a ser campeones del mundo. En ese momento, como en la iglesia, los sacerdotes blancos cambiaron de sermón, iniciaron su cambio de discurso, demostraron sus contradicciones.

El Madrid se ha caracterizado por ser un club señor, ganador y respetuoso en la victoria, pocas veces perdedor pero honrado, honesto y honroso en la derrota. Su mensaje, cambiando al humilde trabajador quizá algo desaliñado por el de un hombre de traje, corbata y falsa elegancia ha entrado en contradicción con su historia, con lo que hacía que muchos siguieramos esa realidad, más allá de por el mero hecho de que fuera el equipo que más ganara. Yo no quiere ganar, yo quiero ganadores y los ganadores saben perder y, sobre todo, saben estar en la victoria. El Madrid hace tiempo que dejó a un lado esa realidad, como en la iglesia.

El mensaje, la esencia de su fútbol, de su grandeza, siguen ahí, pero ahora más puestos en duda que nunca. Cierto es que sigue habiendo mensajeros (Casillas) que siguen aquel camino, aquella forma de predicar. Pero cada vez son menos. La prepotencia, la absoluta ausencia de una política de cantera, su discurso rancio, siempre prepotente (desde la cúspide hasta la base: Florentino, Valdano, Mou, Cristiano) hacen que a uno le entren las dudas, ¿cómo creer en algo si no crees a los que se encargan de propagar el mensaje, la fe? El Madrid, como la iglesia católica. Seguirá teniendo fieles, los seguirá multiplicando, pero cada día tiene también más contrarios o, por lo menos, agnósticos. Yo, de momento, me declaro agnóstico y hasta tentado por otras religiones que convergen mucho más con mis valores: talento sobre belleza, calidad sobre imagen, técnica sobre potencia. Fútbol sobre mentiras. Villa, Xavi-Iniesta, Guardiola mil veces antes que Benzemá, Cristiano, Mourinho. Humildad sobre prepotencia.

El colectivo antes que el individuo. Si no hay bien colectivo, no hay bien individual.

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