domingo, 14 de febrero de 2016

Crujen los pasos en mi cabeza. Grita la madera en el silencio de la noche. El viento azota la hoja perenne. No hace falta acercarse a la ladera para escuchar el latido de la montaña.
Hay un silencio ensordecedor que muere con la música sin partitura de un cencerro. Se escucha la lluvia acariciando lana. Duermes.

Afuera huele a sombra de pan, a vapor de harina, a la historia de un pueblo carcomido, hambriento de hogazas, con un pasado de esplendor eclipsado por un muro de agua. Enmudecen las piedras entre gritos, se arruga la roca como la piel, tan seca y áspera como la arena que labran manos de ayer, como el corcho de encima, como el óxido que embellece el tronco de un edificio disfrazado.

Cuántas lágrimas encerraron sus paredes, cuántos balidos por un camastro, por una manta, por una lumbre que hiciera crepitar sus corazones.
Cuánto sabrán las montañas que sólo repitieron lo que contaron, que guardan y callan lo que callaron.

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