miércoles, 10 de febrero de 2016

Viaje en tren.

Encinas, olivos, algún alcornoque. Vacas. Una que duerme junto a un estanque, otra que pasta la verde hierba de febrero. Un toro (parece un toro) acostado, cruzando su mirada con la mía, las dos perdidas en el horizonte (de placer).

La sombra de cielo cerrado. La dehesa desapareciendo y encontrandome de nuevo. Un río manso y caudaloso. Un puente majestuso, uniendo futuro y pasado, promesas y esperanzas. Inacabado.

Tengo en mi mente el trayecto. Palpo en la yema de mis dedos el tacto romántico de las vías, el ruido callado de un vagón semivacio. Una tos, un carraspeo. Un niño que llora de forma intermitente. El sonido de la lectura, una página pasando. El monótono y perenne rugir del tren que, en ocasiones, se desvanece, desaparece. No hubiera sido igual en AVE. Es esa sensación de pretérito, de reavivar y revivir recuerdos la que enaltece mi vello, texturiza y descubre mi piel.

Voy a encontrarme con tu yo de ayer, con aquella chica que soñaba ser madre, que aprendía a ser maestra (de mí), que aún opositaba.
Me imagino andando, como tantas veces anduve, por ir a buscarte. El camino más largo, los pies más ligeros, el corazón impaciente y, en mi retina, tu rostro, tu cuerpo bajando por unas escaleras (así lo imagino yo) y yo, como tantas veces, en la calle.

Esperando, con los pies helados, calado hasta los huesos (olvidaré, como tantas veces, el paraguas), abrigado por la emoción, inconsciente del clima, excitado por la inminente presencia del clímax.
Te veré y sonreiré, nervioso como la primera vez (como tantas veces); inseguro como cada vez que acaba el carnaval (de Notting Hill) y debo despojarme de mi máscara; osado como en aquella noche de la que, pese al calor, solo recuerdo frío, el frío que me recorrió todo el cuerpo durante aquellos segundos interminables, durante aquel pensamiento de indecisión infinito. Un recuerdo helado, un instante congelado, un beso, eterno, que había sido aplazado y que rapté con la invisible, inexplicable (y, probablemente, irrepetible) fuerza (del corazón) que me habías prestado.

Ese tren, tan presente, tan real, tan de hoy, es un viaje al pasado, a nuestra primera vez (la primera vez que nos vimos, la primera vez que hablamos, la primera vez que reímos -reíste conmigo, por mí-, la primera vez que nos deseamos, la primera vez que nos besamos, la primera vez que nos amamos, la primera vez que nos tocamos, la primera vez que nos acariciamos, la primera vez que probé tu sexo -...-, la primera vez que suspiré acostado en tus brazos, la primera vez que nos movimos acompasados, la primera vez que sentí tu interior, que tu interior abrigó mi ser, que tu cuerpo fue mi almohada, la primera vez que nos fugamos, la primera vez que, desnudos, compartimos una habitación de hotel, la primera vez que viajamos a un lugar común, tú, durmiendo, yo, con los ojos abiertos, mirando cada encina, cada olivo, cada alcornoque, cada vaca, cada lago, cada arroyo, cada curva, cada sombra, cada disfraz que quedaba del ya agotado carnaval. Yo, con mis ojos insomnes observándolo (y soñándolo) todo, mirando, recordando un futuro, la ansiada llegada.

Hoy pienso en ese tren que me va a llevar a ese pasado nuestro que sigue estando (y siendo) presente.

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