"Compartía sonrisas, pareceres y filosofías urbanas entre el sabor de un vino y los ruidos de un bar elegido al azar y escogido por su cercanía al lugar de trabajo. Su mente, aunque despierta, ágil, voraz y siempre atenta a la conversación -a la que añadía con perspicacia y rápidez consejos e ideas propias de su vida acelerada, disfrutada y ya veterena- se encontraba a cientos de kilómetros de su físico, desenfadado y desfondado.
Su barba de 4 días era el reflejo de un alma y una persona hecha a trazos, a golpes de vida y de experiencia que no le llevaban a la pedantería, paternalidad o complejo de superioridad con los que, en ocasiones anteriores, ese grupo de jóvenes había chocado en tertulias de bar como la de entonces.
Sus ojos irradiaban un fuego, un brillo, una ilusión propias de ese hombre enamorado de su vida, esa mujer que viajaba en un vagón con el ansia de encontrarse con el cálido pero férreo abrazo de un hombre tan cercano y cariñoso, como duro e infranqueable.
Yo le vi así, mientras degustaba un refresco de cola acompañado por unas aceitunas mal guisadas. Por un instante observé a mi alrededor el intusiasmo que entre nosotros despertaba una conversación pura, intensa y de gran calado social si no fuera porque nuestras ideas y palabas se perderían con el humo de un cigarro que se consumía junto a nuestras filosofías en un cenicero olvidado. La mejor política está en la calle, allí donde uno se encuentra con personas tan sonrientes como él, tan enamoradas y tan llenas de vida, pero tan generosas de derrocharla y cederla a cada golpe de voz.
Sus manos eran duras, rugosas, pero capaz, seguro estoy aunque no lo comprobé, de acariciar y estimular las teces menos sensibles. Las arrugas que aparecían en su frente y en torno a sus ojos delataban la pasión con la disfrutaba cada momento, capaz de sonreír al infortunio y de desenmascarar y burlar a la hipocresía.
Miraba su reloj nervioso e impaciente esperando la llegada de una hora exacta, marcada por una red ferroviaria puntual que le había indicado el minuto concreto en el que sus vidas volverían a cruzarse, en el que su efímera espera daría paso a un eterno segundo de felicidad. Salió del bar calculando el tiempo, pensando en una ducha caliente que azotara y relajara su cuerpo cansado tras varios de días de viajes y de kilómetros recorridos sin rumbo fijó. Durante el trayecto al hotel comprobó que la capital provincial en la que se hospedaba era un buen lugar para descubrir y perderse con aquella mujer dulce de mirada tímida con la que ya había pateado ciudades de mundos distintos pero igual de agradables.
Las piedras de los vetustos edificios y monumentos eran un perfecto lugar para camuflarse. Tan duros pero tan cercanos, tan fríos pero tan cálidos como él, lugares y personas a las que no te cansas de mirar porque sus arrugas e imperfecciones te golpean y se describen, se leen con la claridad de una novela de Cela, con la rabia, pasión y cercanía urbana del gallego.
Una siesta, como tenía costumbre, sobre el sofá del hotel, con un libro de un autor de la tierra en las manos y con un mal programa de televisión -sin sonido-de iluminación de la fría habitación. Una siesta que le aproximaba a un mundo onírico en el que Morfeo le envidiaría por llevar a la realidad aquellas invenciones del subconsciente.
Los 127 kilómetros que le separaban del lugar de destino pasaban con la misma lentitud que el reloj digital de su automóvil. 127 kilómetros le separaban de la 01.27h de la madrugada, hora de llegada del tren número 7 con salida de León y destino la puerta de Extremadura a una tierra olvidada y perfecta para el recuerdo. Sabía que el acelerador de su pequeño utilitario (durante la conversación pude recordar que la felicidad no está en lo material y que esto debemos utilizarlos -como su viejo coche- como herramientas y no como meta, para alcanzar nuestros sueños), no iba encadenado a la locomotora que todavía no conseguía escuchar. Una llegada temprana a esa estación sombría repleta de escarcha le eternizaría el tiempo de espera, una espera fría y solitaria entre la algarabía de un andén plagado de recuerdos, testigo silencioso y melancólico de abrazos, bienvenidas, despedidas, besos cálidos y lágrimas frías contados por un segundero que marca el inicio y el fin de momentos interminables, . Sin embago, un retraso en los kilómetros de recién estrenada autovía le restarían la oportunidad de aprovechar cada segundo la belleza humana y cotidiana de su particular Julieta.
A la velocidad justa, recorría el trayecto imaginando y dibujando en su mente el momento del reencuentro. Los golpes de música que le acompañaron durante el viaje le hicieron revivir esos instantes pasados en los que ocurría siempre lo mismo pero de forma diferente. Un tren, una mirada, una pasión. Una vía olvidada y un encuentro en cualquier parte, para seguir manteniendo vivos aquellos instantes de adolescencia, de locura ordinaria, en los que no importaba el momento, daba igual el lugar y sólo se disfrutaba el instante.
La música, la melodía de su cassete le transportaba a un momento futuro, a un instante que siempre superaba sus mejores presagios y en los que el beso lograba un sabor mejor que el figurado, imaginado o recordado..."
Me suele pasar que sé como comenzar las historias, pero me cuesta acabarlas. Espero hacerlo dentro de poco, pero po si acaso, me gustaría que me ayudarás a continuar con tus comentarios esta auéntica historia de amor cuyo fin no debe estar en un lugar tan transitado y tanto movimientos y pasajes que dan continuidad a nuestras historias como una vía del tren.
domingo, 17 de diciembre de 2006
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