lunes, 30 de abril de 2007

EL LADRÓN DE MONOTONÍAS

Cada noche, cerraba la puerta de su dormitorio, preocupado de que los cacos le birlaran su intimidad. Un cartel colgado que rezaba “Cuidado con el perro” ahuyentaba a los sabuesos que fuera ansiaban por depredar su libertad. Pero aquella noche llegó tarde, con la lengua acartonada por el sabor aspero de la ceniza y el ron que le habían llevado a probar los fríos labios de porcelana. Subió lentamente las escaleras. Por una ventana del portal, se colaba la fuerte luz del exterior que acentuaba su ceguera. Ralentizando sus movimientos, para ocultar la torpeza de sus gestos, abrió con sigilo la puerta mientras se apoya, para no caerse, en la pared donde colgaba aquel letrero que le hizo sonreír en su primera lectura. Un resbalón inoportuno propició la caida del cartelito. El ruido, estruendoso en sus oídos, le despistó y cual pez, olvidó cerrar la puerta. Sin recordar más allá de lo ocurrido tres segundos antes, cayó sobre el colchón. Se abrazó a la almohada y durmió.

Fue cuando él aprovechó. El ladrón de monotonía entró en su cuarto. Lo hizo como siempre, regalando versos, perennes en el tiempo, en el cerebro, en el paladar; caducos en el espacio, en su mente, en los labios. Se sentó en el escritorio y comenzó a unir y recitar letras capaces de describir las más bellas certezas y dibujar las más frías verdades. Miró el folio, sonrió. Lo cogió en silencio y lo colocó con suavidad en una pequeña caja. Miró al hombre que yacía en la cama, ebrio, inconsciente. Sonrió nuevamente, se giró y marchó por la puerta que quedó abierta.


Nuestro hombre se despertó, aunque mantuvo su inconsciencia extrañando todo aquello que le rodeaba. Levantó su hoy más pesada cabeza y oteó una habitación que ayer conocía de memoria. Sobre la mesa, un libro cuya portada le recordaba la edad que acababa de cumplir. A los pies de su cama, sólo vió lo que, para él, sólo era una caja vacía. Cerró la puerta. Nunca abrió el libro. Su regalo se esfumó por la ventana.

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