jueves, 15 de julio de 2010

La crónica

Prólogo: La impaciencia aparece desde bien tempranos. Los nervios nacen en la garganta. El agua refleja el futuro de una noche eterna, fresca, destinada a soñadores. La selección llega temprano al Soccer City y la afición busca su asiento entre piedras, adoquines, asfalto o taburetes sedientos de victoria. Un sofá con amigos aficionados, una cerveza a la espera de unos labios, un bar repleto de la ilusión y el nerviosismo de la primera vez. El rojo invade la calle, las caras, los ojos mielosos de la vecina de al lado. Los futbolistas calientan, los primeros pronósticos desvelan nuestra optimismo. Que nadie nos desvele de este sueño encantado. El himno entona nuestros primeros gritos. Miradas al cielo africano, suspiros al aire del más viejo de los continentes.

Primero Acto: Primeros minutos, primeras verdades. Dos países, dos estilos, dos propuestas. El toque contra la patada. El control frente a la ira. La paciencia ante la incertidumbre. El fútbol contrario a la prisa. Ramos de flores en cabezas al aire que se pierden por poco en las nubes que nos miran con una sonrisa entre su algodón.

España manda y Holanda sólo agrede al balón. La naranja lo desprecia, racanea en su trato, no lo quiere. No se juega. Los nuestros padecen la falta de ritmo. No hay velocidad, no hay fútbol, sólo peleas, discusiones y un juez que no esperaba esta batalla. El fiscal Iniesta aún guarda su alegato final mientras que Casillas nos hace testigo de la primera bala fallada. España está incómoda y el país inquito. No hay espacios por más que Xavi baile y Busquets oxigene. En largo, Villa se choca ante un muro de piernas enemigas. En corto, Pedro e Iniesta caen en la trinchera adversaria. Tocar, tocar y tocar. Hacia atrás para abrir el campo, para que nos dejen jugar, para no caer en su fútbol impreciso, extraño, a golpes de pulmón, racheado. 45 minutos de nada en la final de un mundial. El arbitraje demuestra las carencias de este colectivo en la cita más célebre, seguida y festejada del universo del fútbol.

Segundo acto: España recupera el balón, recupera el estilo, recuerda el camino. Navas por Pedrito. 3 carriles hacia la victoria, alguna vía de servicio para empezar a carburar, repostaje para llegar al destino. Cesc por Alonso y una nueva vía se abre en mitad de la carretera holandesa, llena de baches, de chinchetas por el suelo y por el aire. El coronel Van Bommel abre fuego, el sargento Xavi manda replegar a sus hombres. Calma, hay tiempo, ya habrá espacios. Comienza el baile. España se gusta, busca el hueco en el que se esconde la Copa. Ahora Villa, ahora Fábregas, más tarde nuestro rostro pálido hará sonar los primeros tambores de guerra. Patadas y más patadas. Fútbol y más fútbol como medicina. El perdón por oficio, la calma por exigencia, la paciencia, siempre la paciencia en el campo. La espera en la grada, en casa, en el bar, en la oficina, en el coche, en la mirada de un país paralizado, inquieto porque llegue el momento deseado, ese instante tantas veces soñado, ese lugar descrito por nuestro optimismo, dibujado cada 4 años y, que esta vez, veremos por fin coloreada. El mundo ansía una señal. Antes, habrá tiempo para algún susto.

Desenlace: La venganza se sirve en frío, la paciencia siempre alarga su llegada, amplía la espera, la justicia nunca ha sido rápida, siempre lenta. Ya no hay más recursos posibles en este juicio. Dos países, dos selecciones, dos estilos. Torres por Villa: ataque contra defensa. Hambre de victoria ante el conformismo de la pena máxima, de la suerte indiscriminada. España manda, España busca, España quiere. Holanda espera. Primero pega y luego corre. Cobarde manera de afrontar la última de las batallas. Y en una de esas carreras, el susto en el cuerpo. Todos palidecemos, todos nos quedamos sin el aliento de Puyol. Robben nos gana por zancada, Piqué incomoda y Casillas, eterno Casillas, nos devuelve el aire. El holandés siempre quiebra a la derecha. Camino equivocado.

El partido agoniza y el país reza oraciones paganas a los dioses africanos que marcan nuevos sones a ritmo de vuvuzela. Una falta que da en la barrera, un nuevo error arbitral para hacer justicia y una nueva oportunidad para re-escribir la historia. El país, aún pálido, no quiere más sufrimiento. Todos blancos, todos somos Iniesta. Navas comienza la jugada, el 6 la prolonga de un taconazo, Cesc abre el campo y Torres tiene su momento. El mundo se para. Todo frena. El tiempo marcha despacio, los espacios se evidencian y el fútbol es una fantasía, un arte fácil de dibujar. Al Niño se le agarrota la pierna y, de un mal pase de un jugador mentira sale la verdad a la luz. Entrelíneas, como se leen los contratos trampa, como se firman los documentos que nos atan de por vida, Cesc rescata un imposible, gira y halla el brillo. Camina hacia a la luz el balón y allí aparece la estela azul de la última estrella en apagarse. Iniesta impulsa un sueño a la red, Iniesta invade nuestras gargantas. Un grito, un impulso, una pasión, una emoción, una verdad mundial. España campeona del mundo.

Epílogo: Lo que después sucedió, lo recordaréis entre sonrisas. Las lágrimas del capitán, abrazos sobre el césped, la alegría compartida a miles de kilómetros, desde el verde césped hasta el agua del manantial, de las fuentes. Refrescante sensación para celebrar la imagen del mejor portero del mundo levantando la Copa de Campeones alentado por decenas de compañeros. Luego llegarían los besos, tanto en Sudáfrica como en España, las miradas de felicidad por las calles, los abrazos a amigos, novias, familiares y desconocidos, las cervezas, las copas, el agua, el brindis, las fotos, las caricias en la cama, los baby-boom, los secretos de una noche inolvidable, eterna, inesperada, mágica que dicen, empezó a brotar cuando Casillas sacó su bota, que nació cuando Iniesta cerró los ojos, mordió flores y soño que ese balón iba dentro.

España, campeona del mundo

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