jueves, 28 de enero de 2016

Nuestra Historia

Todos mis sentidos se concentraban en poder adivinar el mensaje oculto que los del nocturno habían dejado en la pizarra y que Don Aurelio se había apresurado a borrar esa mañana. El peor día para haberme quedado dormido.

Sólo se leía con claridad una fecha escrita con el solemne pulso de ese profesor que despertaba un interés inhabitual en la curiosidad de su alumnado - "¿No se jubilaba este año?" - "Ha preferido seguir trabajando". La credibilidad de un tripitidor en estos asuntos es incuestionable.
18 de julio en la pizarra. Detrás, un borrón, la sombra de lo que pudo ser la invitación a la revolución. O quizá el polvo efímero de una estupidez. Tonto el que lo lea, sonreí yo.

La voz de Don Aurelio seguía presente. Sonaba como la del Carrusel en aquellas tardes de domingo, de sofá, televisor y transistor. Cambiando canales, escuchando goles sin prestar atención a ninguno de los dos (hubo tardes que acabé sin saber marcador alguno. Sí recuerdo que la hija de aquella señora rubia al final apareció ¿O no?). Sonaba como el hilo musical de un centro comercial que, de repente, sin saber por qué, descubres que está.


Dejé de mirar la pizarra, satisfecho de mi probable descubrimiento. Miré por la ventana. En el tránsito, en el giro de la cabeza, me pareció ver a Don Aurelio aún sentado, hablando. Contando, como si no lo hubiera vivido, un tiempo que conoció. Hice un pequeño esfuerzo por intentar leer sus labios. Me rendí pronto. El mundo que vivía tras la ventana me esperaba.


Tras el cristal, un señor ya mayor compartía conversación con otro octogenario. Los dos cuidaban (aparentemente) a sus nietos. O los observan desde su banco. Los niños bajaban de cabeza por el tobogán. Los señores hablaban. Imaginé que hablaban de su infancia, de como jugaban, de como ha cambiado todo.


El timbre me devolvió al pupitre. 
El ruido de las mesas, el crecer de murmullos fueron indicios inequívocos de que Don Aurelio ya no estaba.

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