miércoles, 23 de mayo de 2007

La última página de mi diario

¿Saben? Hoy es mi último día de vida, hoy voy a morirme. No, no se confundan, esto no es una nota de suicidio, ni tan siquiera aquella última página del diario que, por miedo a que los deseos se hicieran realidad, nunca me atrevía a terminar. No, no es nada de eso, no he pensado, en un último momento de desesperación romántica, en acabar con mi vida; no podría, de hecho, no pude. No es tan fácil, te vence el instinto de supervivencia, otras veces te puede la inteligencia o la falta de inconsciencia, pero sobre todo, te falta el valor necesario para comprobar que a nadie le importa tu ausencia, te aterra comprobarlo, demostrar que es cierto o tener que admitir tus errores sobre los pensamientos de los demás cuando ya es tarde para rectificar.

Hoy no me pasa nada de eso, hoy no quiero acabar con una vida ahogada en un mar de mentiras, hoy no quiero abandonar mi lucha por una libertad utópica, escondida tras las palabras de las canciones de Joaquín Sabina, hoy quiero vivir ¡Quiero vivir! Quiero disfrutar de las gotas de lluvia que adornaban las ventanas del salón en las pesadas tardes de domingo sin fútbol; quiero pisar el barro de aquella facultad en la que conocí a unos amigos a los que, con el paso del tiempo, con la llegada de nuevas nubes, he ido dejando de llamar; quiero escuchar el motor de coches que atormentaban mi cabeza en aquellos días de resaca; quiero volver a esperar la llamada arrepentida de mi novia por tantas y tantas discusiones sin excusa; quiero volver a coger el teléfono para pedirle perdón por no saber ser lo suficientemente bueno para ella; quiero escuchar la voz de mi madre, obligándome a desordenar mi particular orden de una habitación que era todo un mundo lleno de ideas brillantes que se deslucían al salir de su hábitat natural; quiero volver a esperar inquieto la llegada del trabajo de mi padre, de noche, sobre una peligrosa carretera mojada y mal asfaltada; quiero escuchar de nuevo a aquellos políticos que cada día deciden a su antojo sobre el devenir de nuestras vidas, amparados por una falsa democracia que se divisa, de forma abstracta, borrosa y desenfocada cada cuatro años.

Hoy ansío seguir en esta vida, en este mundo sin sentido y, sin embargo, a mis 46 años, en plena flor de mi vida (me ha llegado tarde el momento de esplendor, que le voy a hacer yo), voy a fallecer. Ahora, cuando menos lo deseo, cuando más lejano veía ese instante, cuando la luz al final del túnel se encontraba más lejos y se confundía con el piloto de la cámara a la que mienten sin pudor los nuevos famosos; ahora, golpeado por un destino en el que nunca creí, al que siempre le di la espalda, al que siempre ignoré, no puedo hacer otra cosa que contemplar sin remedio los últimos instantes de mi vida, hacer de los recuerdos un presente sin fin, disfrutar de las últimas imágenes de mi supervivencia; paradójico ¿verdad?

Hace 30 años, como un romántico tardío, como todo adolescente enamorado, anhelaba abandonar un mundo que parecía no merecer la pena, un mundo que no me comprendía, un mundo al que no entendía. Y, ahora, ahora,... aquí estoy, dejándome morir en esta cama de hospital, sin poder hacer más esfuerzo que llevarme como últimos recuerdos los agudos sonidos de una máquina que me avisa con cada pitido que me queda un segundo menos de existencia, una máquina que me tortura por tantos errores cometidos, por despreciar su poder de decisión años atrás.

Y todo porque otro, cobarde al igual que yo, no ha tenido valor para quitarse su vida y ha preferido robárme la mia, cobrar una deuda –mi vida- que prometí hace tres décadas en tantas y tantas noches de soledad frustrada que solucionaba con falsas invenciones de revista que me ayudaban a contener y desahogar mis deseos y rabias más ocultas.

¿No se han preguntado nunca quiénes son las personas que le rodean? ¿No han llegado a casa tras una dura y fría tarde de invierno pensando que desconocen al sujeto con el que ha compartido su última charla de bar? Háganlo, miren a su alrededor, contemplen a aquel que cada mañana gris comparte la barra del bar de la esquina con usted, aquel que cada mañana ahoga en un café los problemas que suceden cada día en un país liderado siempre por los mismos aunque con distintos nombres, aquel que le cuenta su realidad camuflada en versos de antiguas canciones del último cantautor. Mírenle atentamente porque ese, ése es su asesino. Yo me he dado cuenta hoy, demasiado tarde.

Fíjense bien porque mañana volverá a estar sentado en el mismo taburete, mirando el telediario, culpando a otros de mi crimen, culpando al sistema de sus innumerables errores, sin reconocer su culpa, sin recordar que fue él quien cogió la pistola o sin saber que, a lo mejor mañana, será él quien la empuñe en un acto de falsa valentía, en un nuevo engaño en busca del mayor invento de la humanidad, la libertad.

Él, ella, éste, aquella, estará ahí sentado, callado, preocupado por la falta de otro amigo a quien reprochar su odio por tanta muerte. Ya lo ha hecho más veces. Yo no lo sabía, como ustedes, pero hoy lo he descubierto, al verle los ojos, al mirar esas pupilas brillantes, a punto de llorar justo antes de dispararme, confesando su crimen (como pocos tienen el valor de hacer) con una templada y sincera mirada, delatándose ante su víctima como un esclavo más de otro sistema dictatorial que no sabe buscar más solución que el asesinato, que no se atreve a dialogar por miedo a encontrarse con sus propios deseos, por miedo a reconocer sus errores o por miedo a lograr lo que siempre ha pretendido y darse cuenta de que tiene el mismo color de aquello por lo que me está matando, de aquellos por lo que está manteniendo ante su amigo el gatillo de un arma que frenará de golpe la savia de un luchador más.

Mañana él, junto a miles de personas, caminará sin rumbo, en busca de una solución despreciada, ignorada por aquellos que la han alcanzado. Por miedo, por cobardía. Han preferido no asumir la verdad y ocultarla, volver la cabeza, cerrar los ojos ante ella, cerrárselos a otros, a ti, a mi.

Hoy ya no tengo miedo, hoy quiero vivir, no quiero cerrar los ojos, quiero mantenerlos abiertos. Lo intento. No puedo. El frío tacto del cañón pesa sobre mis pupilas, los temblorosos dedos de mi asesino empujan mis párpados. Otros se encargan de que mis ojos no se abran a la verdad. Otros escriben en la última página de mi diario, y lo harán otra vez mañana, obligando a la libertad a cambiar su rumbo, a desplazarse a un lado, a mirar a otro sitio.

Oigo la televisión del bar. Es el telediario. Ya nadie le hace caso. Ya nadie escucha el telediario.

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