viernes, 7 de septiembre de 2007

Conduje en dirección a la luz, guiado por las melodías que me indicaban un nuevo camino, un hallazgo que imaginaba completamente distinto a la monotonía con la que me topé a la entrada a tan aburrido lugar. Ante mí, una plaza de toros y, tan solo, una luz. Un fuerte foco brillaba sobre el graderío del coso, aquel que –adiviné, supuse- tanta sangre de res había iluminado.

Varios vehículos se encontraban estacionados en aparente desorden, al albedrío de conductores tranquilos, despreocupados por amplitud de espacios de un descampado llano, limpio, bien cuidado.

Aliviado por la aparente normalidad, dejé mi coche, no sin antes cerciorarme –por dos o tres veces- de haber cerrado mi humilde utilitario, de haber apagado sus luces (aún a sabiendas de que el chirriante pitido que me alerta en caso de olvido no había sonado) y haber asegurado su quietud para los minutos, horas o días que pudiera estar aparcado frente al templo de las ofrendas y sacrificios a la cultura y el arte español.

Con paso lento, cabizbajo –asegurándome de la idoneidad del terreno- caminé hacia el coso. Con paso firme entré –por la puerta grande- directo al tendido, donde el viento reinante en el exterior no tenía permiso para acceder y donde la música conquistaba una arena impoluta que jamás hubo pisado un toro. Ni un toro ni, aparentemente, ningún otro animal.

Las melodías –festivas, propias de verbenas populares o de cualquier sábado noche- eran dirigidas al viento, el cual, desde el exterior y ante su prohibición de entrar en el virgen recinto, las condujo hacia mí, quizá con la intención de que alguien más cercano a su divina presencia pudiera perpetrar y profanar el –a simple vista- vacío lugar.

Música en búsqueda de oídos agradecidos, un escenario necesitado de zapatos que hicieran crujir sus débiles viejas maderas, micrófonos deseosos de que un desconocido (o afamado) artista le dedique al oído sus nuevas letras, una barra ansiada de sufrir sobre sí los golpes de atención de un bebedor compulsivo que busca el coraje suficiente para abrazar esos pechos que la noche anterior besó con unos labios sabor a whisky barato. Whisky, apoyado en cajas, expectante, impaciente porque unas manos –hoy ásperas- de mujer abriguen su cuerpo vidrioso, destapen sus esencias y le liberen para, en un salto inesperado, acabar en los labios de la guapa muchacha de pechos exuberantes que, sin saber porqué, no ha venido esta noche. Objetos esperanzados por encontrar sus –otras veces- inevitables destinos y que, esta noche, miran atónitos la soledad de una plaza que anhela el batir de palmas, los pañuelos blancos agitándose al sol y el ruido de caballos galopando en círculos, y que celebra, con algarabía, en su propio regocijo, la ausencia de muertes, la falta de sangre fría y el no ver verter sobre su tierra sangre caliente.

Un festín al que, inesperadamente, fui invitado, atraído por el despiste, ahuyentado por la lluvia, conducido por la luz que tal acontecimiento expande e irradia. Mi mirada se perdió entonces entre la alegría y el alborozo de una plaza –aparentemente- vacía. Mis oídos se abrieron al sonido de la fiesta, a los gritos que durante el último gran acontecimiento, el círculo taurino había secuestrado, encerrado y capturado entre sus muros, bajo sus gradas, tras sus barrotes. La vida de un pueblo, estancada en un último día de fiesta. La ausencia de gente, la multitud de almas, de cánticos, de jarras, de brindis, de miradas ¿miradas? Miradas lejanas, ocultas, móviles, atentas y silenciosas que se escondían tras gruesos barrotes más oscuros que a mi llegada. Realidad o ficción, secuestro de imágenes, instantáneas de un lugar caprichoso, egoísta, que quiere para sí la eternidad de unos pocos días de jolgorio.

Niñas de 40 años que han perdido su infancia. Sus cuerpos ocultos, sepultados en la tenebrosidad de unos pasillos pestilentes a orín, apestados de heces con amargo aroma a temor. Sus rodillas, temblorosas, se refugian en la oscuridad permisiva de bombillas fundidas, único elemento que ha escapado de las garras egocéntricas, posesivas de un ruedo ansioso de fiestas, de una arena que jamás creará castillos.

Teces blancas, miradas ausentes, preocupadas por la llegada de un nuevo invitado a esta estruendosa y funesta celebración. Tormenta de imágenes sobre mi cabeza, lluvia de sonidos, gritos, chillidos en mis oídos, el baile de Mr Blonde -con traje de torero- antes de cortarle la oreja al último astado bizco, todas se enfrentaban en mi cabeza. Una sensación de angustia, leve mareo y la arena, por una vez, que siente sobre sí un cuerpo yacer, aunque sin sangre en sus espaldas.

2 comentarios:

Susan Kaley dijo...

MUY BIEN, ME GUSTA COMO ESCRIBES, SALUDOS DESDE CHILE.

Juan Carlos dijo...

Todos queremos más......

Oyer hermano, que ando aquí enganchao a tu relato y esto no va ni pa trás ni palante, a ver si le encuentras un huequito y sabemos que pasa con este buen hombre...