lunes, 3 de septiembre de 2007

Peculiar (I)

Sin duda, el municipio –pueblo, a partir de ahora, si me permiten- en el que me desperté en aquella soleada, fresca y harmoniosa mañana, era peculiar. Sus gentes, agradables hasta confundir, con aquellas sonrisas divinas que me sacudían el cuerpo, eran peculiares, tanto que algunos pudieran llegar a pensar que vivieran en zapatos –por lo menos por una temporada-.

No era así, pues sus domicilios, viviendas de grandes dormitorios, luminosas habitaciones y salones espaciosos, podían compararse –más bien, si de buscar parentescos con algún calzado se tratara- con una bota, quizá, por aquello de los ascendentes italianos de este singular lugar.

Sin duda algo había en aquel pueblo que, lejos de sorprenderme, me estremecía. Algo especial, extraño, confuso. Algo, entre lo ideal, lo utópico, lo paranormal, que me transmitía intranquilidad, inseguridad, temor y terror, a la par que un no menos raro fervor por lo divisado. Sensación peculiar, tanto como el pueblo, jamás vivida y de imposible comparación, por muy gustoso y amante de los símiles y las metáforas que uno sea.

Lo primero que llamó mi atención –y bien digo mi atención, ya que los sucesos sólo eran extraños para los forasteros como yo- fue descubrir como las heces de los perros –blancas, heces todas blancas- eran retiradas rápidamente de las impolutas y anchas aceras color salmón que, de forma simétrica, dibujaban en el suelo armoniosas siluetas que se enredaban con los frondosos árboles nacientes en los verdes jardines de los laterales. Una imagen celestial, divina, que lejos de producirme placer o admiración, secuestró mi imaginación y mi seguridad, llenándome de una confusa sensación de incertidumbre, perplejidad, a la que acompañó, nuevamente, un mareo, quizá propiciado por la inseguridad y vergüenza que da apreciar mi poluta faz reflejada en tan cristalino piso.

Digo nuevamente porque la causa de despertarme en este siniestro (a la izquierda en el camino) pueblo provino de un mareo, un desvanecimiento que más tarde, si puedo, si recuerdo, pasaré a contar.

Tras este nuevo síncope, que no llegó a mayores por la rápida actuación de los agentes del municipio y la veloz atención de los servicios médicos móviles, desperté -algo desorientado- en un limpio, reluciente hospital de olor a marsella.

Una iluminación fría e irritante que impactaba en mis pupilas fue lo primero que pude percibir desde mi mullida camilla. Ante un haz tan incómodo como acogedor, sugestivo e intimidador, mi piel se mostró protectora, a la defensiva. Pelos erizados y la epidermis en pie, empleando mi bello cual lanza, tratando de alejarme y preservarme, no sé bien de qué .

Las paredes, blancas, albergaban bellas composiciones abstractas, lienzos de los pintores vanguardistas más reconocidos entre los que, de vez en cuando, de forma aparentemente aleatoria, pero cuidadosamente meditada, aparecía la obra de un niño (o niña) que pasó parte de su infancia (puede que una semana) en una habitación de este centro sanitario, curándose y recuperándose de su inoportuna apendicitis, aquella que le impidió participar en la obra del colegio, esa obra tras la que esperaba dar, con tan solo 7 años, un beso -casto, en los labios pero de un eterno segundo de duración, pues no lo entendía de otra forma- a esa muchacha adorada, admirada en silencio durante los 7 meses de curso anteriores a su efímera, tanto como su amor, enfermedad.

Tras contemplar la alternancia de las obras de Kandiski, Gris, Klee o Picasso con las genialidades de los Toñete, Jessi, Rober o Miri, mi atención se desvió hacia el cuerpo de una hacendosa enfermera.

Con gesto agradable, una sonrisa complaciente y una mirada de ilusión, aquella mujer –calculo de unos 50 años- conquistaba –como en su cercana juventud, en aquellas noches de pubs y discotecas, de rumbas y reggeatton- con los susurros de su voz aterciopelada a un niño que trataba de seguir con su mirada los divertidos y rápidos juegos de mano de la señora en cuestión.

Fue entonces cuando caí en la cuenta. Su sonrisa agradable, su arte para engañar al chaval, compartido con la sabiduría suficiente para dejarse descubrir, con el fin (y objetivo logrado) de despertar en él una sonrisa de vencedor, pasaron inadvertidos para mí en ese momento.

Fue el silencio, el atronador silencio, el que llenó mis oídos. Celadores empujando sillas cuyas ruedas se deslizaban con velocidad y sin obstáculos ni chirríos por un suelo limpio, inmaculado, antiadherente, que cabría decir. Auxiliares que acompañaban a las enfermeras, charlando jocosas, sonrientes, pero discretas, disfrutando de forma cálida, sin que se les apreciara, entendiera, oyera o se les pudiera adivinar lo que conversaban. Médicos con sus enfermos, atentos, diligentes, pacientes. Pacientes silenciosos, disciplentes, educados, esperando –no mucho tiempo- resultados, conversando con familiares en voz baja, como si les preocupara –o no quisieran- que sus vecinos de box oyeran sus inquietudes. Silencio de libro, que no de biblioteca. Silencio como el de aquella tarde de domingo, calurosa, pesada como mil resacas en la que el teléfono esperaba un perdón, en el que la lágrima caía a una copa vaciada en los senos de una mala camarera que sonrío en tu ausencia.

Asombroso momento para mí que se irrumpió con un grito en mi cabeza, un chirriar de mi cerebro que se convulsionaba ante tal situación de paz, tranquilidad y armonía que me volvía a adormecer (en esta ocasión, sin mareo) sino por el sosiego de mi alrededor (y puede que por algún medicamento).

Cuando quise despertar, una enfermera, tímida por lo que pude adivinar de su mirada, aparentemente apagada, como triste, pero con un pequeño brillo en sus verdes ojos que me ratificaba en la idea de timidez, retiraba de mi habitáculo una pequeña bolsa en la que anteriormente había depositado mis utensilios. Su sonrisa, uniforme, como los trajes que vestían, como todas las de la sala, lejos de aportarme seguridad, me restó confianza, si bien, mi reacción fue nula, pues los medicamentos que tras su diagnóstico el médico indicó que me pusieran causaban un efecto adormecedor que me devolvieron al que parecía ya mi estado natural, en el que mis párpados chocaban, produciendo el único ruido que llenaba de alguna manera aquel ensordecedor y por momentos doloroso silencio.


Durante este nuevo sueño –en el que un celador me trasladó, sin darme la oportunidad de analizar los utensilios del lugar, de mi box de urgencias hasta una habitación (sobra decir que individual)- fue cuando recordé –o imaginé- como se produjo mi primer desmayo, pocas horas después de llegar al dichoso pueblo de perfección similar a la de la construcción mental de una primera vez-

(Continuará... o no)

1 comentario:

Juan Carlos dijo...

Que continúe! Que continúe!!!!

Ánimo hermano, ahora que nos ha dado a todos por retomar viejos relatos hagamos un esfuerzo por concluirlos. Jasón va que echa leches, ya ha pasado del instituto.....