martes, 11 de mayo de 2021

Diario de una depresión.

Hace hoy tres meses y medio que estoy de baja laboral por crisis de ansiedad y trastornos de humor. Hará algo más de un mes que concretaron más el diagnóstico a una ansiedad severa y depresión moderada.

Los síntomas, aunque llevo sufriéndolos años, empeoraron en el mes de noviembre. La precaria situación de la atención primaria me llevó a tener que esperar hasta el mes de diciembre para por fin tener una conversación con la médica de cabecera que llevaba solicitando desde 3 semanas antes. Desde entonces, llevo medicándome.

La medicación ha ido en aumento. Ante la falta de respuesta de salud pública, inicié terapia con una psicóloga de pago a finales de marzo. Aunque la terapia me ayuda, los resultados no llegan. Puedo afirmar que hoy estoy peor que en diciembre y enero. Las dificultades para contactar con mi médica de cabecera, las tardanzas y listas de espera en las citas, el hecho de que la atención sea telefónica lo dificulta y empeora todo. En esta última ocasión, teniendo cita el 4 de mayo, hasta el día 10 no pude ser atendido.

Los síntomas depresivos han ido a más. Las ansiedades se repiten con mayor frecuencia e intensidad en las últimas semanas. La medicación no da resultados favorables o, al menos, no mitiga el trastorno. Me urge una atención psiquiátrica y, en su caso, una medicación más específica que no llega. 

Sigo dedicando cada día mis 20-30 minutos "de odio". Estos 20-30 minutos en el que concentrar todas mis frustraciones, mis miedos, mis inseguridades, mis intenciones, mis iras para que desaparezcan el resto del día. No siempre funcionan.

Tras un fin de semana de relax y descanso, de desconexión y libertad, mi cabeza trabaja peor.

El domingo, después del desayuno en el hotel, tuvo una crisis de ansiedad. Creo que Patricia no se dio cuenta. Sentía culpa: no sé si por dejar a la familia repartida, no sé si por sentirmo bien y feliz. Me sentía culpable, arrepentido, agobiado, con prisas, con necesidad de estar en casa y cumplir con mis tareas. Deseaba ver a Mario y Candela, disfrutar de sus historias, de su alegría, pero fui un fantasma en casa durante horas.

Poco a poco fui superando esa situación y vi en el horizonte un punto de felicidad: felicitar a mi madre y darla dos besos después de tanto tiempo ¡ya está vacunada! Todo fue abrupto: Phoebe tenía una garrapata, no sabíamos que era, nervios, camino a la veterinaria, solución en casa gracias a Javi y Carlos que tienen experiencia y con el asesoramiento del veterinario por teléfono. Todo estaba bien. No me encontraba nervioso ni especialmente alterado, pero lo que era un momento de felicidad y esperanza, se convirtió en otro ataque de ansiedad. No soporto estar con gente, ni con la más cercana. Me produce ansiedad. Me obligo a fingir, a sonreír, a parecer normal. Y me agoto, me agoto hasta que decaigo y desaparezco, hasta que me fundo en el sofá y escondo mi cabeza en el móvil para que no se me vean los ojos, ni se me noten los temblores, mientras la vida sigue tan normal al tiempo que mi cabeza explota de dolor y agotamiento y piensa en escapar, en huir, incluso en morir. Contener las lágrimas, mantener una respiración normal es un sacrificio para evitar llamar la atención mientras la familia disfruta y habla de lo cotidiano, tan necesario en estos días.

Por la noche volvió a pasar. Llevaba aletargado todo el tiempo, ausente. Patricia preparó la cena y yo, sencillamente, no sé qué hice. Hay veces que me pasa. No recuerdo que hice. Creo que duché a Mateo y poco más. Lo demás, es mi cuerpo por la casa y mi cabeza en cualquier otro lugar. Poco a poco encontré la paz. Nos fuimos a la cama, Patricia y yo comenzamos a charlar y todo se oscureció. El corazón latió más deprisa, no podía respirar, las lágrimas salían sin razón, mis manos temblaban, si cerraba los ojos, alguna imagen me despertaba de ese estado catatónico. Así, sin más, porque sí. Temía salir a la calle, me angustiaba la idea de ir al día siguiente a la psicóloga, de ir al colegio y saludar y fingir media sonrisa a madres y padres, tener que hablar con mi médica de cabecera y reconocer que todo va a peor, que no sé qué hacer para mejorar, que nada me funciona. 

Y es que nada me funciona. Nada. El fin de semana conseguí sacar fuerzas para abordar la conversación necesaria con Patricia. Me quiere, me apoya, busca soluciones, lo intenta y lo sufre. Sabía que había cosas que no había dicho, que necesitaba más de ella y no me atreví a confesarlo pero me quedé con lo bueno. Las nubes no tardan en llegar. El lunes, mi mente empieza a percibir todo lo negativo, a entrar en bucle, a encerrarse en ideas falsas, a hacerme sentir inútil, incapaz, un estorbo. A enseñármela como un obstáculo o una víctima. Veo lo peor de mí y de ella. Espejismos. Espejos en los que no me reconozco. Mi cabeza va a mil. Me siento cansado, no tengo percepción del tiempo, no sé qué hago. Hasta que me ahogo. Quería jugar con Mario, lo deseaba tanto... Mateo también me demandaba, Phoebe saltaba y mordía, pero estaba jugando con Mario y todo estaba más o menos controlado, parecía guardar la calma y la paciencia. Y otra vez: mareo, temblores, lágrimas, taquicardia, dolor de cabeza, de ojos, respiración entrecortada... Sólo podía tumbarme y esperar. Fui poco a poco relajándome, encontré ratitos de felicidad, pero soy incapaz de ser yo, de estar activo, de no querer hacer otra cosa que sentarme en el sofá y mirar hacia un lado en el que no pasa nada, en el que no sea consciente de nada.

Hoy me siento peor que hace 4 y 5 meses. Hoy me siento profundamente mal. He vuelto a pensar en el suicidio. Sí, lo pienso. En las últimas semanas, con demasiada frecuencia. Hoy he vuelto a pensar en el divorcio, más bien, en irme a otro lugar. En no molestar, en estar solo. No por Patricia, sino por mí. Porque soy incapaz de dar nada, porque no quiero sufrir ni verla sufrir, porque así podría estar sólo sin que me viera nadie.

Cristina me ha invitado a ir a las catequesis. Lo agradezco. No creo que vaya encontrar en Dios la solución ni mi paz, pero estoy convencido de que no me vendría mal, de que encontraría gente que me aportaría humanidad y bondad. Pero no puedo. He desordenado mi tiempo, se ha esparcido toda la arena y solo soy capaz de jugar con ella con los pies mientras pasan los minutos. Y no tengo valor suficiente para reunirme con gente. No lo soportaría. Lo he vivido. He tenido momentos alegres pero también de enorme angustia en cada una de las quedadas. Ese momento en el que siento que estorbo, que hace tiempo que dejé de estar aunque siga ahí, en el que mis opiniones son prescindibles y aisaldas. Esté donde esté. Esté con quién esté.

Y pienso en el trabajo. No me veo volviendo a trabajar. Me veo absolutamente incapaz. Por miedo, por falta de confianza, de autoestima, por inseguridad, por que no creo en quien me espera, si es que alguien me espera, porque me falta cariño, amor propio, porque me siento inútil y vacío, con poco que aportar a lo que me van a pedir. Porque soy incapaz de coger el coche sin ponerme a temblar. Porque siento que voy a ser incapaz de hablar cuando la luz roja se encienda, no sabré articular y ordenar palabras y sólo saldrá silencio, llanto y una respiración entrecortada. Siempre me acuerdo de aquella presentación del último libro de José, en el que las ideas y las palabras no salían y todo era caos, miradas fijas y ganas de acabar.

Además de esta media hora de odio, la psicóloga me ha pedido que haga un ejercicio en el que me vea dentro de 5 años, ya curado. Pero tenía que empezar por aquí, por este lugar oscuro y ruidoso en el que me encuentro y en el que me he ido enterrando más y más. 

2 comentarios:

Javier Benavides dijo...

Mucha fuerza, Ivan.
He vivido de cerca dos situaciones como la tuya.
En tu estado se hace difícil CREER, en lo que sea, pero he de decirte que sí se puede.
La terapia ayuda, no desistas.
Aquí un amigo.
Toda mi ánimo.

Anónimo dijo...

Sé que ahora es imposible que así lo sientas, pero has explicado una depresión mejor que ningún reportaje, que ningún especialista y que ningún libro sobre la materia. Ojalá te llegue prontísimo la mejoría que mereces. Increíble cómo te explicas en un momento tan duro. Ánimo. Mucho ánimo.