Aunque siempre hay silencio, nunca hay silencio. Suena sin fin el aire acondicionado, un ruido monótono, continuo, mecánico, que convive contigo aunque esté apagado.
Suenan voces. A veces bajas, otras veces insoportables. Suenan sus vidas y no puedes impedir odiarlo. Siempre hay alguien hablando y es una voz que convive contigo aunque estén callados.
Suenan pasos. A una habitación, a ningún lado. Pasos de despedida, pasos acelerados. Pasos pesados de recién llegado.
Suena la luz. La luz del sol que se estrella en el tejado y hace crujir piedras, bostezar pájaros, huir a insectos que han ruido con sus patas o con su aleteo débil, estéril y bajo.
Suena la luz del pasillo, que lo tiñe todo de pálido, que harmoniza nuestros colores y nos hace indistinguibles.
Y suena, como el mar, como una caracola a la que la pena ha arrebatado la furia, la alegría, el canto.
Suena la tele, siempre molesta, conversaciones en otra sala.
Suena el silencio y me llana de espanto. No es ese silencio elegido cuando descanso en tus brazos. Es un silencio espeso, pesado, cansado, repleto de sonidos que apenas suenan y no puedo evitar escucharlos.
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