viernes, 9 de julio de 2021

La vida fuera

I

 Todo tiembla. Todo se tambalea.

Entrar no fue fácil. Salir, tampoco.

He maldecido cada orden, cada no, cada espera, la monotonía de días indistinguibles. 

He maldecido al sol y su empeño por hacer más y más largo el invierno que vivía. Un rayo de luz cada mañana más tempranero iluminaba tenuemente una habitación cuyo techo parecía apretar nuestros pechos, sin puerta hasta la hora exacta. La luz abría tus párpados cada vez antes. La hora exacta seguía inalterable.

Sentías la respiración como la de un vivo que suspira por salir del ataúd en el que acabó por error, pero sin ánimo ni voz para gritar. Cada grito era una palada más. Cada suspiro, un golpe de aire menos para sobrevivir.

He maldecido el calor y repetir de forma inconsciente los mismos pasillos, contando los mismos pasos y volviéndolos a borrar para crear unos nuevos pero idénticos. Quizá algún rincón, quizá un minuto de suerte que te sujetaba a cuerdos abatidos por la rutina.

Cada día los mismos rostros, los mismos paisajes (sin ti a mi lado), las mismas cámaras que hurgan en tu culpa. 

He maldecido la espera. La eterna espera. Esperar la ducha, esperar a que abran la puerta de la taquilla, esperar el desayuno, esperar las pastillas, esperar otra vez en la taquilla, esperar por un lápiz, esperar para pasear por tu rincón favorito, esperar la hora de la comida, esperar la hora de la llamada, esperar el café, esperar el lorazepam, esperar que digan otra vez tu voz al sonar el teléfono, esperar en cualquier sitio menos en tu habitación la hora de cenar, esperar que abrieran el patio, esperar la leche y el calmante para permitirte cerrar unos párpados que caen empujados por el cansancio de tanta espera.

He maldecido mil veces la burbuja, aislada del mundo, del ruido de la calle, de los olores de la isla, de noticias de esperanza que no salen en los diarios, de ti, de ellos. Pero tiemblas.

Todo tiembla y se tambalea al pensar en salir, en desordenar tus estrictas rutinas, en volver a ser el tú que esperas.

Sientes una angustia enorme. El techo, cada vez más bajo. Y ahí, tú, sentado durante horas a oscuras para no ser visto, temiendo que tu corazón y tu pecho exploten al salir, o los pulmones se atrofien ante la falta de aire en la galaxia que rodea la burbuja. 

Es como volver a nacer. Una salida tan deseada y necesaria como traumática, en la que sólo te alivia el piel con piel, el silencio en penumbras, una canción y dormir, sin más.

Pero espero otro mundo, maravilloso, ilusionante.

Pero repleto de recuerdos agrios y opresores.

Es el momento de salir a un lugar que dejó de ser amable hace tiempo y el momento de volver a ser una persona que igual no seré jamás.

Tengo un recuerdo vago de esa persona. En la burbuja, esa construida para aislarte de deseos y de miedos, el terror es más grande. Y el día pasa entre la alegría contenida, la calma impuesta y la ansiedad amenazante y omnipresente.

Pero sucede también que ves su cara sonriendo en un banco (está más bella que nunca pese al evidente cansancio), sucede también que las risas invaden el salón ya desde fuera y recibes abrazos que no recordabas.

Y sucede también que te duchas y hueles a ti, y te echas tu colonia, entre la paz  y la rebeldía que nace en el desorden de esa casa que pareces no recordar. Tropiezas y colocas con mimo cada uno de tus objetos, sólo custodiados ya por ti. 

Pero sucede también que añoras las conversaciones, las pocas palabras sabias de Julián, su humor gamberro y serio; los abrazos de Carolina, su mera presencia sin decir nada cuando sabes que estás mal; la paz de Augusto, su calma, sensatez, experiencia y tu idea de que le irá bien; la confianza de Guadalupe, que se ha ido abriendo y ha decidido compartir contigo lo más hondo de su tristeza, el saludo con Said y la rabia de no poder dejarle mis chanclas.

Sucede también que añoras la soledad, las malditas rutinas, tu lápiz en el bolsillo, los momentos de paz y, sobre todo, la libertad de no ser libre pero de ser tú mismo y no una expectativa.

Porque encerrado he sentido libertad. La más grande libertad. Ser quien quisiera ser, como me saliera ser, despojado de palabras que me limitan y repleto de cualidades o defectos que fuera acostumbramos a ocultar, acotando nuestra personalidad, obligándonos a ser sólo una pequeña parte de lo que somos y con la presión de no dejar nunca de ser así, camuflando cualidades que nos completan y que nos empeñamos en tapar. 

Encerrado he encontrado esa libertad. Y he reído y llorado. He abrazado. He bailado y cantado como nunca, sin vergüenza. He gritado como gritan los locos, he hablado de lo que pienso y creo a oídos sin prejuicios ni perspectivas.

Temo no encontrar esa libertad, no ser el que fui, ni ser el que he sido estos días, sino ser el que soy ahora y no saber cómo será. Temo encerrarme en un cuarto que no me permita disfrutar por querer ser quienes esperan que sea y exigirme ser una parte minúscula pero muy visible de mi forma de ser. O simplemente no ser. Ni el que fui, ni el que soy ni el que esperan que sea ni el que debo ser.


II

Llevo la bata para esconder mi lápiz, pero hace sol y el calor.

El sol está justo encima del patio, ese que sólo abren cuando hace una temperatura que a ellos les parece idónea. Yo hoy quiero tener la libertad de tener calor. De sentarme en un banco, cerrar los ojos, quitarme las chanclas y sentir el calor entre los dedos de los pies, mientras los muevo y jugueteo con ellos, subiendo el pulgar al lomo del resto. 

Quiero que el sol bese mis párpados con todo su ardor, sentir el picor de sus rayos entre mis manos, moverlas y maldecir.

Quiero abrir la boca y comerme el infierno de la flama que escupe el asfalto, de los olores y la polución de coches transitando buscando una pequeña sombra bajo ardientes techos de chapa.

Quiero sentir al respirar el lejano aroma de las encinas y los olivos, escuchar el pasear de las vacas, imaginar su boca rumiando, su lengua refrescándose en una pequeña laguna, o paseando por mi piel, y que todo ese oasis atraviese mi cuerpo y se erice mi pelo, acalorado por el recuerdo de lo que es sentir.

La puerta está cerrada, como siempre. Miro el sol y abraso mis ojos con el latente calor del hierro de la alcantarilla, de una tapa metálica que vibra como ilusión y siento el verano que llama en un diente de león que baila sensual, junto a la puerta, como riéndose de mi nostalgia, como regalándome su libertad, contoneándose tras el cristal, entre una luz cegadora y la sombra que crece al otro lado. Una planta verde que tiembla, no sé si por el viento, no sé si por su soledad, no sé si por miedo a lo que pasará cuando las puertas no tengan llaves.


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