viernes, 17 de diciembre de 2021

2021 (2)

 2021 no ha sido un buen año. La tristeza se ha apoderado de mí. La tristeza, el miedo, la ansiedad, la agorafobia, los dolores de cabeza, de pecho, la respiración agitada y entrecortada, las pesadillas. He engordado casi 10 kilos, he olvidado disfrutar de los grandes momentos, de los pequeños detalles. He vivido contenido, con un temor inenarrable, pero han pasado cosas buenas y las he sentido, las he tocado con mis manos, las he memorizado, aunque haya que escarbar en medio de toda esta ceniza que cubre mis ojos.

2021 será el año en el que se cumplió el deseo de Mario de que no fuera a trabajar, el año que estuve 9 días ingresado en salud mental, el año que tuve que decir que deseaba y planeaba morir, el año que vivimos un oro olímpico y otro de Extremadura, el año de la comunión de Sara, el año más difícil de nuestras vidas aunque pareciera imposible.

Empezamos el año quemando deseos en la terraza, aislados del mundo, sin poder tocarnos ni besarnos, pero riendo y brindando por dejar atrás el 2020. Empezamos el año esperando una llamada, la libertad, el aire en la cara, un paseo con bicis y la nieve. Empecé el año con una ilusión y un deseo que estaba en mi mano cumplir y que todavía puedo hacer realidad, si me atrevo, si tengo fuerzas para hacerlo. 

De enero recuerdo esa atípica nochevieja, el día en la nieve, la cabalgata de Reyes en casa, y ansiedad cada vez que iba a trabajar. Recuerdo los viajes de mis dos últimos días de trabajo, entre lágrimas, necesidad de parar y gritar y una idea en la mente de estrellar mi coche en cualquier ladera. No podía más. 

Y paré, o me obligaron a parar, a buscar ayuda, auxilio. Pero todo fue yendo a más. Casi no tengo recuerdos de mi vida desde aquel 26 de enero hasta que entré en salud mental. No recuerdo cómo fue mi cumpleaños, vagamente el de Mario en el parque del Cachón, en una Extremadura que reabría tras los peores efectos de la pandemia. Recuerdo twittear con voracidad por cómo el virus arrasaba Extremadura. La región, cerrada para evitar las decenas de muertes que quizá pudieron evitarse antes.

Recuerdo los días con Rosi en casa, el miedo antes de la operación y el cumpleaños de Patricia. No dormí la noche de su cumpleaños para poder terminar su regalo. Daba igual. Probablemente sea lo mejor que he hecho en este 2021. Ese día llegó Phoebe a nuestras vidas. Era un cachorro pequeño y esponjoso. 

Desde entonces, hay una nube borrosa en la que todos los días me parecen igual. 

¿Qué hicimos en Semana Santa? ¿Adónde fueron a parar aquellos días, aquellas tardes de primavera? Ni el cumpleaños de mi padre y mi madre llegamos a celebrar. Recuerdo estar en casa, con el ordenador, con el móvil, con Phoebe, jugando con desgana, ahogándome cada día más en pensamientos tristes. Recuerdo varios sábados de salida, la ansiedad antes de coger la puerta, la comunión de Sara, la ansiedad durante la comida, algún paseo y un baile que me hizo sonreír. Fue raro. Era ser feliz y, al mismo tiempo, estar deseando no estar. Ausente pero atento.

Es verdad, un día estuvimos en el parque de aquí abajo mientras vosotras ensayabais. Mateo era mi refugio, mi excusa para alejarme de todo, mi seguridad. Fueron bellos los paseos por la presa, con Antonio y Hugo, con Sara y Pablo, ensayar en medio del campo y yo grabando. Las bicis en la orilla del río, Phoebe dando sus primeros paseos, cogida en brazo y la tormenta sorprendiéndonos cada vez que salíamos. Corríamos, llevaba a Mateo en hombros, llegábamos al coche riendo y calados. Recuerdo aquel fin de semana en Cáceres, un suspiro de paz antes de la mayor de las tormentas. Recuerdo un día en la Vera, con Cristina y toda la familia. No sé si ese fue el día que más cerca me vi de acabar con mi vida. Sé que salí un día forzado por el miedo a morir. Pocos días después ingresé en salud mental.

A nivel de recuperación, no sirvió de nada. A nivel personal, fueron 9 días de aprendizaje, de acercarme a mi enfermedad, de liberación y relajación, de sentirme libre para ser yo, de conocer a gente maravillosa a la que no he sabido contestar después. Fueron días duros, de sentirte preso, de esperar siempre el siguiente momento, de compañías nuevas pero también de soledad, de desear oír tu voz al otro lado del teléfono. El recuerdo fugaz que guardo es más de cariño que el triste, oscuro y vacío con el que salí de aquel lugar al que no querría volver aunque muchas veces ha vuelto a surgir en mí esa solución como posibilidad. No olvidaré tu cara cuando vinisteis a verme. Lo estabas pasando tan mal. Se te notaba en los ojos, en la carta que me escribiste. Nos faltaba luz. Estábamos a oscuras y distantes.

Cómo fogonazos, como ir por la carretera y recibir las quejas hechas luces del vehículo de enfrente, recuerdo el primer día que vi a mis padres o la tarde que quedamos con Mario e Isa. No era capaz ni de hablar, ni de moverme, ni de escuchar. Fuimos a Asturias y fui feliz en medio de la ansiedad. Ansiedad diaria, en cada salida, sobre la bicicleta, en el parque de los dinosaurios, en lo alto de los Lagos de Covadonga, en aquel taxi montados esquivando vacas, en el bar en el que vimos jugar a España, en el coche parados escuchando la tanda de penaltis, en un parque de Avilés, en la tirolina de Oviedo, en la pastelería a la que volvimos, como hicimos en San Sebastián, 10 años después, en la playa de Gijón, en nuestro coqueto y precioso bungalow, en aquella playa cercana en la que estábamos prácticamente solos, en un acantilado que me hacía sentirme vivo, en la desembocadura de los ríos donde descubrimos parajes maravillosos, en aquel bar donde nos atendieron tan mal, en la senda del oso, uno de los viajes más placenteros que he hecho. Joder, lo mal que lo pasé y los bellos recuerdos que han quedado grabados a fuego. 

Eran días en los que la enfermedad se agrandaba, en los que el túnel se hacía más oscuro. Cambios de medicación, consultas constantes, enfados, dolores de cabeza, días largos salpicados por alguna escapada al río, a la piscina, a Navaconcejo, el cumpleaños de Mateo. Qué cara más bonita tiene mi niño, qué feliz es en el agua. Recuerdo los Juegos Olímpicos. Los tengo muy presentes. Eran una válvula de escape, un salvavidas, una bocanada de aire después de una larga carrera. Agacharte y sentir la brisa fresca. Disfruté viendo la tele, twitteando como si estuviera trabajando, haciendo de mi día a día lo que querría que fuera normal.

Vivía encerrado y esa era mi habitación. Estaba mejor ahí que en la calle. Me duele haber estado en las playas de San Juan y no haber disfrutado. Cada salida era un suplicio, por más que quisiera. No me apetecía hacer nada. No era capaz de hacer nada, o eso creía. La gente por la calle, lugares en los que me sentía extraño, diferente. Iba dando pasos hacia atrás y mis mejores recuerdos están en aquel caluroso y viejo bungalow o en casa.

 No olvidaré jamás ese 5 de agosto, por la mañana con los 20 km. marcha y desde temprano también con la escalada. Tenía esa corazonada y se cumplió. Disfruté el cuarto puesto de Álvaro, aunque sea la medalla de madera más que de chocolate. Y saltamos como un loco cuando, de verdad, Alberto Ginés se proclamó campeón olímpico. Sonará egoísta, parecerá una gilipollez, pero me alegré por él, por el deporte de Extremadura al que sigo y aprecio pero sobre todo por mí. Era como ver que este loco al que nadie hacía caso tenía la razón, aunque a nadie le importara, aunque dé igual. 

Fueron buenos recuerdos de un tiempo complicado, en el que lejos de mejorar, empeoraba. Iba hacia atrás. Hoy todavía no sé por qué. Hoy todavía no sé cómo salimos de aquella. Recuerdo más las discusiones, tus enfados, aquel día de terapia, la pelea al día después, la ansiedad en el cumpleaños de Candela que los ratos buenos. Pero los hubo. La piscina de Hoyos, celebrar allí la parte familiar de los 10 años de mi niña, ir bajando charcos en Casas del Monte contigo, con Mario y con Mateo. La agorafobia ha borrado de mí lo placentero, me ha impedido festejar los bellos momentos. Un día se lo dije a Inma, me preguntaba que cómo era mi día perfecto y yo contesté que era igual que todos esos días pero sin ansiedad, sin prisas, sin ganas de salir huyendo, corriendo, sin miedo a hablar con nadie para que no se me note, para no tartamudear, para no tener que prestar atención cuando mi cabeza estaba en otro lugar.

Recuerdo el viaje a Llerena. Allí fuimos felices. Lo pasamos bien. Estuve bien. Empezaba a encontrar mecanismos para aislarme, para apagar mis fobias y volvíamos a estar unidos. Pero no sé qué pasó. De repente, todo se torció. No sé si fue aquel curso, el inicio del colegio, la falta de descanso o qué pero todo se torció, el sol volvió a esconderse, la luna nos dio la espalda y en medio del eclipse, tú y yo. Me fui apagando ferozmente, fui odiando cada día, cada madrugada de pesadilla, cada uno de tus gestos. Fui odiando lo que no podías hacer, me fui destruyendo por dentro. Tú, frustrada. Yo, agotado, perdido, incapaz de estar. Recuerdo la competición de Mario. Joder, lo que me fastidió tener que irme, pero es que no era capaz de estar. No era capaz. Y te eché de menos. Y luché por ir y abrazarnos y disfrutar de mi pequeño campeón. Verle hacer aquel top fue como una inspiración, como un ejemplo que no he sabido apreciar o imitar hasta pasadas las semanas. 

Octubre y noviembre no existen en mi memoria. Hemos hecho cosas, hemos ido al cine, hemos ido al baloncesto, hemos ido a una casa rural, pero todos los recuerdos están roídos por la ansiedad. Pero hubo momentos bellos, instantes deliciosos. Las conversaciones en Malpartida, el paseo al parque, tu abrazo después de quemar nuestras naves. Estaba desorientado. Hablábamos pero no nos entendíamos. Aquellas primeras terapias de confusión y contención, de falta de claridad, de miedo a la última oportunidad. Aquel mensaje en facebook que despertó todos los fantasmas aparcados, aquellas noches largas en las que pensaba si era mejor no estar, desaparecer, irme. Estar sin ti, que es lo mismo que no estar. No volver y así encerrar la ira y la violencia que guardaba en mis manos y pensares más oscuros.

Y apareciste. Sincera y voraz, directa y concisa. Me rompiste, creí por unas horas que era el final. Mi cabeza había imaginado otra solución, otra verdad. Me rompiste. Lloré. Me abracé a Mateo y dormí pensando en el atroz día después. Y aunque fuiste mi noche más oscura durante unas horas, fuiste mi amanecer. Tú y tu atrevimiento, como ese bisturí eléctrico de Juan José Millás que abre la herida y la cicatriza al mismo tiempo. Tú, Mario, su medalla y su felicidad. Ahí empezó mi escalada. Volver a Badajoz, a la luz de la Alcazaba, a la paz de José, a sus letras escritas para mí. Ese 27 de noviembre, como aquel 5 de agosto, son días de plena felicidad pero, en este caso, supuso un antes y un después en mi salud mental. Sigo sufriendo crisis de ansiedad, sigo teniendo pensamientos negativos, aunque se han reducido los intrusivos, los lesivos, los que me invitan a dañarme a mí. Mentiría si dijera que ya no los tengo. Anoche fue la última vez que los sufrí, esa cefalea que no para, ese cansancio que te arrecia y busca culpables fuera y que te devora por dentro, te araña y roe las entrañas, te llena de hiel y sangre la cabeza. Pero cuando pienso eso, me freno. Me callo, me ausento y sé que pasará porque sé que tú estás, aunque en ese momento no lo vea. Estás. Y estarás. Y yo espero estar más veces como estas últimas semanas, como en la chocolatería de Cáceres, como en el cine cuando me aprietas la mano y todo pasa.

2021 también pasará. Nos quedan días, nos quedan miedos, nos quedan pasos, pero nos quedan luces, regalos, tardes hermosas, viajes y música, cansancio y besos para curarnos.

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