domingo, 29 de agosto de 2021

29 de agosto.

 Llevo dos días sin escribir, llevo dos días sin las rutinas necesarias. Y llevo dos días que voy pagando poco a poco. Los dolores de piernas se intensifican y las dificultades para dormir crecen. Las noches son largas y los días, inmensos.

Despierto y activo desde las 8.30hs, sigue enfrascándome en discusiones y debates que no llevan a ningún lado, cuya repercusión es mínima para una población autoconvencida, que no quiere escuchar versiones, que sólo quiere complacencias. Me puede. Me puede ver que hay cuestiones que tienen sencilla solución o, por lo menos, honradas alternativas y que, sin embargo, eso no ocurre. Me puede. Me puede ver cómo se muere mi trabajo y mi medio, como decae mi región, de nuevo abrazada a la necesidad del turismo y a las más altas cifras de IA y de muertes en residencias. Me duele la falsedad, la hipocresía, el silencio y la complicidad. Me puede la arrogancia, la falta de interés, la autocomplacencia y los complejos. No somos una región acomplejada, pero nos dirigen siempre desde un complejo de inferioridad cuyo objetivo está siempre en la comparación constante y en la necesidad de aprobación. 

Estoy triste. Miro por la ventana con tristeza. Oigo las noticias, observo las redes y esa sensación se recrudece. La falta de voluntad de hacer mejor las cosas que se pueden hacer mejor me arrastra. Y me cuesta salir de ese círculo constante, de que mi cabeza no rumie, no pare en ningún instante, no se conforme o, al menos, no se altere. Por otro lado, no quiero dejar de hacerlo, no quiero dejar de señalar las incoherencias y las decisiones que nos abocan a un mundo evidentemente peor en el que nos quieren convencer que el ecologismo es hacer autovías, la llegada del AVE o cambiar árboles por placas solares.

Ayer vi pastando a un grupo de cervatillos en una dehesa que, a pocos menos, se convertía en un mar de placas. 

Eso me duele. Me duele no poder contarlo, me duele que mi altavoz sólo sea un minúsculo espacio y que todo pase sin que parezca que pasa nada, ante el tedio y el aburrimiento, ante informaciones de consumo rápido y digestión ligera.

Los dos últimos días han sido de crisis constantes que disimular o soportar. En el cumpleaños de Alejandro, ayer en la piscina con Antonio. Los pasos que voy dando me siguen recordando que tengo que frenar, que no soy capaz. Ahora, soy capaz de hacer menos cosas que hace un mes. Es así. Y así me cuesta encontrar el día bueno para darme consejos cuando tenga un día malo. Pero aún así, me sigo abrazando a las posibilidades de salir y no quedarme encerrado en mi oscuro mundo. 

Sí me sirve de terapia psicoanalizar a amistades que veo en similar situación, pero me cuesta llamar, intentar que se abran y poder ayudar. Porque en esta enfermedad es muy difícil reconocer lo que te pasa, te acostumbras a la tristeza, a aborrecer, es un descenso paulatino a los infiernos que prácticamente no percibes, es la muerte de la rana en la bañera, tranquila al entrar e inconsciente de cómo va subiendo la temperatura. 

Me gustaría tener fuerzas y llamar. Llamar y hablar. Hablar y preguntar. Me gustaría saber qué le pasa por la cabeza, que sepa distinguir qué es eso que se ha roto y que no tiene nada que ver con lo que ella piensa. Que sepa que esta enfermedad te llega sin darte cuenta y convives con ella sin saber que está, que sepa que lo arrastra y devora todo, que consume lo que hay a tu alrededor y lo pinta de un falso negro que sólo es percepción. Hay mucho negro en la vida, pero hay un pensamiento realista en el que también pensar.

Me gustaría que perdiera el miedo, que ganara la confianza que tiene enterrada y que la impide salir, ser feliz y valerse por si mismo. Me gustaría decirle que su vida no era así y que no tiene por qué ser así. No es que tenga motivos para ser feliz, es que no ha sabido ver que no hay motivo para ser infeliz y a eso hay que ponerle solución. Parar, respirar, tomar decisiones. Pero eso da miedo y cuanto más paralizado estás, más sube la temperatura en la bañera sin que la rana lo perciba. Y el peligro está ahí, quedarte flotando como cuerpo inerte, incapaz ya de saltar. Cuanto más caliente esté el agua, más difícil será salir de ella, en peores condiciones estará. Y ese fue mi gran error, creer que el agua seguía a la misma temperatura y que todo era normal y que, simplemente, yo estaba cambiando. Me estaban cambiando, me estaban haciendo daño y me está costando horrores cerrar heridas, volver a indignarme y ser el mismo tipo crítico y protestón pero sin que eso llene de tristeza y apatía mis días ante la sensación de no ser nada. 

Al menos, me quedan las conversaciones, la sinceridad de buenos amigos, la pelea de Patricia, los abrazos de Candela, que sabe ver mi cara temblorosa cuando mi vista se cierra y los oídos colapsan.

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