miércoles, 23 de junio de 2021

Sucede que me canso de ser hombre

 Siempre me ha costado ser hombre. O ser un hombre tal y como dicen o parece que deben (debemos) ser los hombres. 

Siempre me han costado esas conversaciones vacuas, casi obligadas, de fútbol, de mujeres, de pechos grandes, de conquistas irrealizables, de coches, de cilindradas, de velocidad límite, de impuestos, de chistes que o hacen gracia y se repiten, de triunfales borracheras, de borracheras sin mujeres, de sueños con dormir en otras camas, de ilusiones infieles (porque no son deseos, sino ficciones, consuelos de dominios, de poder); de conversaciones de rencores y venganza, de golpes en el pecho, de carreras y competiciones de salario, de beber más y más rápido...

Siempre me ha costado ser hombre. O ser un hombre tal y como dicen o parece que deben ser los hombres.

Me es más fácil juntarme con mujeres, acercarme primero a ellas y poder permanecer callado, sin hablar de cosas de hombres, sin esperar mi respuesta de hombre, y escuchar sus distintas voces.

Así entré aquel día, entre aturdido y asustado. Me senté en la primera mesa repleta de mujeres, pero mujeres tan empeñadas en cuidar, tan ocupadas en otras personas, en paliar dolores ajenos, en ayudarlas a levantarse, que parecen haberse olvidado de ellas mismas y su cura, de su propia voz.

Al fondo, las risas y las miradas vivas, como en la parte trasera del autobús escolar, de las excursiones de instituto. Así las conocí y no me equivoqué.

Tapaban su negrura, resplandecían y me curaban. Hablaban de la vida, sanaban tus heridas, mostraban cicatrices, nunca enteras, escondían siempre las más profundas y bellas.

Una, luz constante. Cuando desaparecía, el cielo se oscurecía como devorado por una boca de metro.

La otra, puro poder. Toda la fuerza con la que fue acumulando piedras hasta sepultarse en otras voluntades. Pero encontró un lugar por el que empezar a cavar, y miraba con ilusión y hablaba. Y la razón se sentía en sus palabras.

Y ella, su alma gemela, sonrisa constante, el abrazo preciso, el llanto para lavar otras mejillas. 

Siempre me ha costado ser hombre y me he acostumbrado a acercarme a mujeres, a escuchar sus vidas, a aprender y compartir sus luchas, a callar y mirarlas, a ser invisible hasta ser yo. Yo me acerqué, y conmigo vinieron otros hombres. Hombres fuertes hundidos, hombres silenciosos que te hablan con claridad con una mirada, con unos ojos que te escuchaban, comprendían y abrazaban. hombres que un día, y otro día, poco a poco, abrían la caja de pandora que guardaban sus bocas para confesar sus miedos, penas, delirios, culpas y secretos inconfesables que se sólo se confiesan a mujeres como ellas.

Y fui feliz. En medio del derrumbe, fui feliz. Aprendí a ser feliz. Me permití ser feliz y ser hombre, pero no un hombre tal y como dicen o parece que deben (debemos) ser los hombres. 


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