viernes, 18 de junio de 2021

No me llames cariño

 Tiene una piel suave que oculta su edad, tiene una mirada ausente, pero vivaz. Cuando se fija en ti es como si el mundo sonriera. Es dependiente, pero no se deja gobernar. No habla, a veces no come, pero disfruta como nadie cuando los dolores (y sabores) se lo permiten. 

Habla con su rostro, con sus gestos, con su cabeza, con unos ojos que no dejan indiferente a nadie y que contienen más palabras que cualquier libro. Yo me la imagino de joven, en la playa, tendida al sol y enamorando a cada uno que pasaba por su toalla o que la veía entrar en el agua. Tan fuerte, tan firme, tan segura de sí misma, tan poderosa.

Porque sigue siendo poderosa y atesorando una gran fortaleza, aunque sus manos y su caminar traten de engañarnos, de embaucarnos. 

Es una mujer a la que quieres sin saber nada de ella. Tiene ese brillo en las pupilas que sólo tienen las buenas personas, y cautiva con secretos que no puede contar.

Junta a ella, siempre Sol. No se separa de ella. Esconde toda su tristeza, todos sus problemas para acompañarla. No es cuidarla, es amistad. 

Sol habla poco, huye del ruido, de nuestras ansias de libertad y risas.

 Vive con su amiga, cuidándola, en esa vocación que ha asumido como obligada, quizá por ser mujer, que hace con la generosidad y el amor que ningún hombre alcanzará si no decidimos cambiar y emularlas más a ellas.

Las miro y veo a mi madre, con toda esa vida de manos forjadas para acariciar. 

Ella es distinta. A mi me cuesta hablarla, pero no la dejo de mirar. Tiene el atractivo de esas chicas a las que queríamos en secreto en la juventud, a las que mirabas desde tu pupitre intentando que no se diera cuenta, sin ser capaz de articular palabra, mientras ella se hacía la distraída aunque lo sabía.

Hay algo en esa piel, en esos ojos, en esa boca sin dientes que esconde un mundo en el que me gustaría entrar para perderme en su vida, conocer cada una de sus cicatrices y entender esta sociedad que la encierra, que la ha otorgado un lugar en una sombra que deshace con su rubio y suave pelo.

Yo no me había percatado de ella. Cuando llegas, a penas tropiezas con cuerpos. Cruzas miradas tristes, observas labios que besan, con la monotonía de prostitutas abatidas y cansadas, forzadas y resignadas, tazas de café que saben mucho a plástico y nada a café. 

Mi primer recuerdo es Manuel. Manuel no para. Camina y camina. Es puro nervio. Se cruzó conmigo, se presentó. Me preguntó. Hablamos como quien espera el ascensor, pero aliviando la sensación de querer subir solo. Consiguió que la abrupta caída fuera más agradable, más familiar.

En esos momentos, hablas poco. Caminas por inercia y te dejas llevar. 

Entras en el comedor y ahí están esas miradas, aparentemente absorbidas por el apagado azul del pijama, quizá en otros lugares más bellos o cálidos, en otros hogares. 

Están esos gestos, ya casi mecanizados. Colocas la bandeja, abres el paquete de galletas, las hundes con tu ánimo en la taza hasta que el café y su sabor a nada desaparecen absorbida por una masa espesa, anodina. Todos los días las mismas galletas, la misma taza, la misma rutina. Hasta que un día tu acto de rebeldía es no comer galletas.

Sólo rompe la monotonía sol. Deja su bandeja, olvida su taza y su merienda, y miga las galletas en la leche de ella. Las miga como lo hacía tu abuela en aquellas mañanas de verano o fin de semana. Un simple gesto que te eleve y te saca de la sala, te traslada al salón de una casa de vacaciones, al griterío de tus hermanos y primos corriendo y saltando por pasillos y sillas, despertados por el inconfundible crujir de las galletas y su chapoteo en un tazón enorme, con 4 ó 5 cucharadas bien tupidas de Cola Cao. 

El gesto de sol te lleva a tu infancia, te hace olvidar el lugar en el que estar y la comida sabe a recuerdos.

Pero la infancia se desvanece y muere, como por un disparo, cuando escuchas a una enfermera decir "cariño".

Has despertado de tu idilio, del recuerdo onírico, de lo que nunca sucedió, de la infancia de Sol y de ella, de un jardín de felicidad que es tu niñez, De las mañanas en familia, los desayunos en calzoncillos, en una cocina pequeña y llena de grasa, los "cariños" de tu madre o de tu abuela, cuando te preguntaba "¿quieres más, cariño?.

Me entran escalofríos. ¿Cómo la misma palabra suena tan distinta? ¿Cómo la misma palabra puede tener un significado tan opuesto?

No me llames cariño, si no me conoces. No la llames cariño, si no sabes nada de ella. No la digas "Cariño", "qué guapa es mi niña", "mira qué bonita", como si fuera un bebé, o un subser, como si fuera un objeto que no entendiera lo que dices. 

Tengo nombre. No puedo hablar, casi no puedo caminar, necesito ayuda para comer pero soy igual que tú. Tengo un nombre. No me llames cariño.

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