domingo, 27 de junio de 2021

Galletas y mantequilla.

 Los días son una continua espera y más los sábados y domingos. En fin de semana y festivos no hay terapia, no hay consultas, no hay altas. Somos enfermos y enfermas de lunes a viernes y en horario de mañana. El resto de días, estamos ahí para tomar las pastillas y que vigilen nuestro comportamiento y ayude el personal de enfermería en caso de crisis, pero no hay ningún proceso curativo.

Han pasado 6 días de mi ingreso. Nadie me ha ofrecido sábanas limpias (las camas las hacemos los y las pacientes para "potenciar nuestra autonomía"). 

Un vasito de champú es la alegría de la mañana. Cerrar los ojos, sentir el agua de la ducha golpeándote y olores olvidados tras las puertas. Olores ajenos. No me permitieron meter mi bote y me han dejado uno... Bueno, un poquito en un vasito que hay que devolver porque no podemos llevar gel ni champú a nuestro baño.

El momento de la ducha es el único reducto de paz e independencia. Cerrar los ojos, sentir tu cuerpo, el agua deslizándose por él, no tener prisas para la nada... Hasta que tienes que volver a pulsar el botón que te concede unos segundos de libertad sensorial.

Libertad para soñar, para volar, para olerte como hueles en casa, para sentirte tú, desnudo de estos cada día más triste y anodinos pijamas. Nunca hay una talla grande para el compañero. Se le ven los calzoncillos. No pasa nada. A una compañera se le transparentaban las bragas. Es una tela fina, roída ya, mil veces lavada. A ella le han pedido que se ponga una bata para que no se vean sus bragas.

El viernes vinieron a afeitarnos. Ellas alargan las anchas pateras del pantalón para cubrir el bello vello que las avergüenza (aunque no debiera) o tratan de disimular sus cejas. 

La primera espera del día es la ducha. En verdad, no. La primera espera del día es eterna aquí. Si duerme poco, a ratos, con un zumbido incómodo, penetrante, que escarba en tu cerebro hasta despertarte a ti y a todas tus ideas. Y te apetece levantarte; salir; caminar; leer; mirar por la ventana; seguir a aquel insecto de 6 patas, panza negra y lomo blanco que ha decidido quedarse, quizá por placer, quizá porque su aleteo, como el nuestro, no es suficiente para alzar el vuelo, escapar y dejar su sombre atrás. 

Pero hay que esperar. A todo hay que esperar. Te despiertas a las 7, una hora normal, y hay que esperar. Te duele la espalda, tus piernas se entumecen, tienes calambres (¿efecto secundario?), la cabeza estalla, pero tienes que esperar.

Y mientras esperas, y mientras yaces como objeto inanimado sobre la cama, como la sábana, oyes el cambio de turno, los buenos días en el pasillo, las primeras risas del día que empieza. Crees oler a café, ver el sol chocando contra tu ventana, pero tienes que esperar. 

El día ha empezado. Ya hay luz en la calle. Una mujer corre por las avenidas mientras escucha música. Una joven pareja pasea por el puerto, un hombre hace cola en la churrería de La Data, ya hay televisiones encendidas en las casas, niñas eligiendo canal, niños despiertos acurrucados en regazos, una madre dando el pecho, una persiana que llena de luz todo el mundo que cabe en un un hogar, un bebé pidiendo sus coches, un padre preparando cola-caos, alguien tirando la leche en el mantel, 22 chavalas se meten en un autobús, las teles repiten las noticias del día anterior (faltan mujeres), un anciano lee el periódico mientras se tomá un café en la plaza, ella ojea lo último de instagram, las redes empiezan a discutir por algo tan importante como superficial, mi madre baja a por el pan antes de ir a comulgar, mi padre vuelve a cambiar el orden de la cochera y quita la última mota de polvo a limpio e impoluto coche, Patricia sale de casa con Phoebe mirando al norte, a ese patio vacío. 

Pero hay que esperar. Tu vida no empieza hasta que se abre la puerta. Y todo son prisas, y todo es lento.

La ducha, la ropa, abrir ventanas, subir persianas, sentir el abrazo de la primavera, conversaciones con mi compañero de habitación, conversaciones que se volverán imprescindibles y esperar. A que abran la puerta de la taquilla, a poder desayunar. 

Los días son una continua espera. Entre que se cierra y te abren la puerta.

Una espera hasta la siguiente comida ¡Benditas comidas!

Hay quien vigila, hay quien tiene prisa por retirar la bandeja, pero hay risas (y desobediencia civil). 

Ese auxiliar que no para de hablar y bromear, que esconde las natillas para que se las coma quien quiera más. Esa enfermera dulce, amable, que te habla con suavidad, que te pone las pastillas en tu mano como si fuera tu madre o tu mejor amiga, que vigila sin mirar.

Hay lo mismo de siempre para desayunar: galletas, que saben igual a las de hace 30 años, con ese sabor tan de hospital y enfermedad. Hay pan sin tostar, algo a lo que llaman descafeinado. A veces, magdalenas. Hay unos bollos secos, imposibles de comer si no se mojan en el oscuro y espeso cacao Lacasa que disfruta él más risueño de los pacientes. Hay monodosis de aceite, mantequilla, mermelada y tomate (el aceite y tomate, sólo para diabéticos. No preguntéis por qué). A pocos les toca fruta y no te dejan cambiar.

A mí nunca me ponen mantequilla. Como pan, mermelada, todos los pescados con salsa, todas las carnes con salsa, galletas altas en azúcar, cacao o zumos de bote si quisiera, natillas... Pero nunca me ponen mantequilla porque tengo el colesterol alto. Y es el momento más divertido del día, nuestro momento de revolución y rebeldía. Cambiarnos la dieta, untar mi pan, echar más galletas a otro tazón, repetir bollo de pan. Es un juego triste pero que nos hace libres, hasta que la sargenta nos separa como a niños de infantil. Mañana lo volveremos a intentar.

Mañana volveremos, medio a escondidas, con miradas pícaras y rayos en los ojos como niños pequeños, como niñas juguetonas, disimuladamente, mañana lo volveremos a intentar, perfeccionando el trueque para no ser descubiertas.

Mañana volveremos y se volverán a olvidar de quién tiene diabetes y pondrán galletas de más mientras vigilan que yo no unto mantequilla en mi pan sin tostar.

Y cuando acabemos, a esperar. Caminar, escribir, leer, escuchar música, mirar fijamente a alguien, sonreír, quizás hablar hasta que llegue la hora de la siguiente comida, de nuestro siguiente acto de rebeldía.


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