martes, 28 de septiembre de 2021

Hay mil maneras de derrotar a un hombre.

Recuerdo aquella mañana. Era una de tantas. Yo vivía en Mérida, en un coqueto piso alquilado, con aspecto familiar, que algún fin de semana se llenaba de ruido, risas, besos, carreras y baños compartidos. Tengo la imagen de Mario, con poco más de un mes, los brazos de Patricia pidiendo comer. 

Tengo su recuerdo, en aquellas mañanas de sábado en las que aparecía, veloz y esporádico, con una bolsa de churros.

Recuerdo aquella mañana, aunque no sé si era lunes o miércoles. Quizá fuera jueves. No, debía ser lunes por la mañana. Yo trabajaba de sábado a martes. Los fines de semana editaba Minuto 30 y hacía el partido que me asignaban. Con cientos de kilómetros a las espaldas, llegado del estadio probablemente más alejado, el domingo regresaba cuando el sol estaba ya solo en la memoria. La rutina dolía como puñales. El silencio era siempre la respuesta, un silencio que te martilleaba los oídos. Mis pasos sonaban pesados en medio de la noche. Un beso largo en cada cama, una cena rápida repasando canales o mensajes y el cuerpo que caía como rama partida en la cama. 

Recuerdo el continuo dolor de piernas y de espalda. No había tregua. Llegabas a las 12. A las 7.30 ya estabas despierto. Café, vestir, ruta por Dulce Chacón y Miralvalle, hacer algo de limpieza y otra vez a la carretera. 

Recuerdo aquella mañana. Sería lunes, no sé de qué mes. Hacía sol y lloraba en el coche, como tantas veces. En mi cabeza, un discurso que se repetía, una súplica, una retahíla de palabras bien construidas pero que se diluían y evaporaban cuando ponía pie en tierra.

Recuerdo aquella mañana. No recuerdo las canciones que sonaron, si era abril o fue en marzo, si era otoño, quizá invierno. Tuve el valor que no había tenido antes para entrar en el despacho. Venía muy agotado. Había escuchado mucho en los años anteriores: críticas, soberbia, negativas, desilusiones, frustraciones, desaires. Había escuchado como me reconocían que había un problema personal, un ataque o unas decisiones claras por motivos únicamente personales. Aquella conversación quedó enterrada, como olvidada, cuando volvimos a hablar y no sé si el miedo, el poder o el qué cambió posturas y formas de ver. Había escuchado mentiras tras un verano caluroso, ataques despiadados y silencios cómplices y dañinos, había visto esa sonrisa de venganza.

Recuerdo aquella mañana. Tenía poco que ganar. Ya lo había perdido todo: apoyos, confianzas. Me habían negado todo. Trabajar en mi casa, acercarme a ella, cambiar de aires, de turno, de proyecto, de programa. Excusas que se esfumaban a los pocos días con contradicciones sobre palabras olvidadas. 

Recuerdo que sentía que me rompía, que no podía conducir llorando cada día, cada mañana de lunes, cada noche de viernes, cada madrugada de sábado, en cada vuelta los domingos, preguntándome que valía aquello que hacía para sostener lo que me impedía disfrutar. Recuerdo que me sentía un mero juguete, una marioneta que debía completar caprichos, hacer trabajos inservibles, prescindibles. Hacer todos los lunes y los martes las mismas llamadas para escuchar las mismas respuestas, pero tener que hacerlas. Hacer todos los días el mismo trabajo, ineficaz y absurdo, desconsiderado e infravalorado, para tener una tarea. Y buscar en una pequeña isla de amistad y sacrificio el orgullo y el sentido.

Recuerdo aquella mañana. Después de muchas conversaciones, de muchos enfados, de muchos cafés amargos, de denunciar sinsentidos y pedir soluciones y mejoras, todo estaba en un punto gris y muerto. Yo era débil. Me sentía débil y desahuciado. Me sentía desaprovechado y acosado. Me sentía triste. Yo era consciente de que no podía seguir ahogando mis kilómetros en lágrimas, puesto de rodillas en mi trabajo, con continuos golpes de crisis en la sien. 

Recuerdo aquella mañana. Entré, me senté, me sinceré. No recuerdo como fue la conversación, no recuerdo bien qué dije. Sí recuerdo la empatía, la cercanía, la comprensión y la buena intención. Cambiaron cosas, pero no lo suficiente. El río siempre vuelve a su cauce. Puedes contener el agua durante un tiempo con la mano, pero hay un momento en el que vuelve a desbordarse. Y se desbordó, como siempre, por sorpresa, por obligación, por ordeno y mando, por decreto y por convenio, no por voluntad ni por talento, porque no quedaba otra y así poder seguir burlando con otros los horarios imposibles y los viajes a ninguna parte. Era un nadie. El que estaba allí, al que le tocaba y, encima, sentía tener algo que apreciaba pero no le pertenecía. 

Era 2014. Recuerdo aquella mañana. Pedí ayuda pero la mano tendida no aguantó lo suficiente. Hubo un día en el que hablamos, en el que hasta lloró, pero el que llevaba tiempo caído al suelo, caído en el pozo oscuro de la soledad era yo, era mi angustia y la de mi familia la que ignoraban. Lo que un día pedí y era imposible lo hicieron factible cuando ya no lo quería. Era como una broma pesada, como una burla, porque nunca intentaron convencerme ni valorarme. Recuerdo aquella conversación, en aquel despacho, con sus caras serias y soberbias, con nuestros ojos atónitos y sorprendidos, pidiendo explicaciones y respuestas, obteniendo desdén y desprecio.

Recuerdo aquella mañana. No fue muy distinta de otras muchas mañanas en las que cruzaba Extremadura de norte a sur sin saber muy bien para qué. Hice lo que sé hacer, hice lo que se puede hacer cuando sitúan tu cuerpo en culpa sin autoestima. Recuerdo aquella mañana. La recuerdo como aquella tarde de agosto, o quizá septiembre. No sé muy bien cuando empezó todo, o cuando acabó. Me recuerdo llorando tantas veces en el coche. No sé cuándo empecé a normalizar tener ideas de estrellarme, tampoco cuando me empecé a preocupar por ello. Año a año he ido perdiendo vida, me la han ido robando. No un atraco llamativo y explosivo, no un atraco de un gran botín, no esa forma de robar de "La casa de papel". No. Me robaron la vida poco a poco, con pequeñeces que se sumaban día a día, con sonrisas y buenas caras, con una crueldad fría. Mi sonrisa se apagaba lentamente. Cada vez hablaba menos con la gente. Intenté levantar la cabeza dos veces, gracias a la única mujer que me dio toda su confianza y no por amistad sino porque estaba convencida de que la merecía, y me la aplastaron como quien pisa una colilla y niega que ese fuera su zapato. 

Tengo clavada en mi cabeza cada conversación, cada desprecio, cada vez que me negaron un derecho, cada vez que se saltaron otro, cada vez que me echaron de mi asiento, cada excusa, cada abuso verbal, cada mentira sobre mi trabajo. Tengo grabado el silencio que sepulcra cualquier buena intención. 

Recuerdo aquella mañana. Conduje 150 km llorando, intentar armarme de fuerza y de valor, ordenar un discurso y pedir ayuda. Temo volver y que cada día sea igual, una frustración, un camino de lágrimas hasta la más absoluta nada, hasta el vacío de horas largas tecleando fantasmas. 

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